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Todos los días, desde que descubrió el paradero del cuerpo de su hermano (muerto en manos de cazadores furtivos), o lo que quedaba de él, iba a verlo. Tras sus restos hubo de sortear cerros, ríos, bordear lagunas, atravesar rutas, vías y enfrentar a innumerables depredadores en su recorrido interminable por territorios desconocidos y hostiles. Por la ventanita, la que alcanzó gracias a unos cajones providenciales amontonados debajo de ella, todas los atardeceres, antes de emprender la marcha nocturna en busca del sustento diario, observaba la lenta transformación del cuerpo de su hermano, reposando inmóvil sobre una mesa rodeado por varios bártulos desconocidos, que utilizados por las manos habilidosas de un hombre viejo lo transformaba en inmortal; en cuerpo y alma, porque también esa tarde le devolvió el don de la voz. Un día, lo sabía, no lo vería nunca más y solo buscándolo en el recuerdo podría volver a verlo, por eso aprovechaba todos los atardeceres para asomarse a la ventanita y verlo una vez más; porque intuía que sería llevado para muy lejos, quizás a recorrer el ancho mundo que él, preso al estrecho espacio que lo rodeaba, no conseguía imaginar. Ese atardecer (lo supo al día siguiente) fue la última vez que lo vio, pero antes de la partida hacia lo desconocido su hermano le dejó de recuerdo su voz, una voz melodiosa y triste que jamás lo abandonaría hasta el día de su muerte, porque nunca antes lo había escuchado hablar así. La voz nueva estaba hecha de música porque el hombre de manos habilidosas lo había transformado en charango.
Fin.
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