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El juzgado parecía un pandemonium; el martillo del juez casi no se oía entre tanto bullicio, y todo porque el acusado había dividido la concurrencia en favorables a su inocencia y favorables a su condena. El juez no aguantando más gritó con todas sus fuerzas:
¡Silencio! Al próximo que oiga decir un pío, lo expulso de la sala. Doy mi palabra de que lo cumpliré. Inmediatamente todo el mundo se calló y en la sala reinó el silencio absoluto durante un minuto, hasta que el acusado se puso de pie y dijo:
Pío. Todos miraron primero al reo y después al juez. Éste levantó la vista y miró primero al reo y después a la concurrencia, y por por la manera como lo encaraban, se vio en la obligación de cumplir su palabra.
Fin.
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