El Metrónomo Roto

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Erase una vez una chica que era capaz de escuchar a su corazón. Desde los cinco años, ella tocaba el piano. Sus padres nunca habían tenido que comprarle un metrónomo, ya que se guiaba por el rítmico sonido de sus latidos. En las primeras ocasiones en las que tuvo que hacer recitales frente al público o frente a sus maestros, se ponía nerviosa y su corazón comenzaba a latir más deprisa. Y, por tanto, ella aumentaba el tempo de la melodía, siempre atenta a su corazón, y sus maestros la reprendían.

Sin embargo, pronto aprendió a controlar los nervios, y pronto se convirtió en una de las pianistas de su edad con más talento del mundo. Sus dedos, perfectamente entrenados desde que era una niña, sólo tenían que seguir atentamente el sonido de sus latidos, y jamás cometían fallos. Ella simplemente se sentaba, dedicaba varios segundos a respirar profundamente y a escuchar su corazón, y se ponía a tocar como éste le dictaba.

Cuando estaba a punto de cumplir los dieciocho años, se dio cuenta de que estaba enamorada. Ella sabía que había controlado los nervios hace mucho, pero había comenzado a pasarle algo extraño con su corazón. A veces, cuando estaba practicando frente al piano, le venía a la cabeza sin poder evitarlo la imagen de un chico al que consideraba su amigo, y en ese momento empezaba a teclear cada vez más rápido. Fue en ese momento cuando se dio cuenta de lo que era el amor. Ella no podía relajarse como cuando se había visto atacada de los nervios. Descubrió entonces que, en el amor, ella podía escuchar a su corazón, pero su corazón no podía escucharla a ella.

El día de su cumpleaños, tuvo que ir a un recital. Y su amigo había decidido ir a formar parte del público. Ella se sentó frente al piano. No estaba nerviosa. Miró la partitura. Debía interpretar el Estudio en Sol menor número 2 de Moszkowski. Para ella no era gran cosa. Respiró profundamente, y escuchó a su corazón, que le indicaba el ritmo en el que debía tocar. Atrevida, miró al público durante un segundo y de inmediato se vio atrapada, sin pretenderlo pero sin poder escapar de ella, por la mirada y la sonrisa de su amigo, que mudamente le dijo con los labios "¡ánimo!".

Entonces comenzó a escuchar su corazón con tanta fuerza, que temió no ser capaz de escuchar las notas al comenzar a tocar.

Aquel día quedó registrado en la historia, pues sus dedos batieron el récord mundial de velocidad a la hora de tocar el piano. En aquella ocasión sus maestros no se enfadaron con ella, pues había sido algo magistral y, boquiabiertos, todos estaban pensando lo mismo: "Yo no sería capaz de tocar así". El público se había quedado en completo silencio. En aquel momento ni siquiera sabían que acababan de presenciar un récord, lo sabrían tiempo después, cuando la grabación se publicase y fuera noticia. Pero todos y cada uno de ellos era consciente de que lo que acababan de presenciar había sido algo increíble.

Fue su amigo quien, decidido, rompió el silencio con un aplauso que en seguida creó escuela y fue seguido con gran entusiasmo por parte de todos los miembros que formaban el público (incluido el director del conservatorio, quien jamás aplaudía en un recital).

Ella tampoco sabía que había que había batido un récord. Había tocado así de rápido sin darse cuenta, simplemente no había podido evitarlo, su corazón le había marcado el ritmo y ella lo había tenido que seguir. Tampoco sabía que el director estaba aplaudiendo. Todo le daba igual. Lo único que a ella le importaba es que había sido él el primero en aplaudir. Lo único que le importaba era que él continuaba aplaudiendo, y la miraba, y le sonreía. Seguramente, de haberse sentado de nuevo frente al piano, habría batido su propio récord en aquel momento, a juzgar por los latidos que escuchaba, que sonaban con más fuerza que todos aquellos aplausos...

Aquella chica que estaba al lado de su amigo, que había sido la segunda en aplaudir y que pensaba que era su hermana, dejó entonces de aplaudir para mirarlo y pasarle un brazo por la cintura. Éste se giró, y le dio un suave beso en los labios. Después, ambos miraron sonrientes de nuevo a la chica que los contemplaba desde el escenario, y le saludaron con las manos que tenían libres.

Desde aquel momento, ella nunca volvió a ser capaz de tocar el piano.


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