LA LLUVIA (PARTE 1)

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Después de unos días de descanso la lluvia vuelve a hacer su aparición y esconde al gran sol tras su manto de  encadenadas lágrimas.

La gente corre a buscar refugio debajo de periódicos empapados o acurrucándose en los tejadillos de las cornisas de los edificios maldiciendo el tiempo y sacudiéndose el agua de encima.

Observas cómo las gotas resbalan en una carrera imparable por el cristal de la ventana a través de la cual observas la calle fijándote con avidez en las mujeres que pasan por ella. Ya llega una hora tarde y es tu quinta copa de vino esperando en ese restaurante italiano tan bonito en el que os conocisteis por primera vez.

Al final del mismo te percatas cómo una chica pelirroja de tez pálida y cabello largo, juega con una copa intentando marear el líquido elemento que en ella reposa.

Parece estar en tu misma tesitura, pues sus ojos no se separan ni por un momento del exterior de la ventana, solo que al contrario que a ti, parece que la lluvia ha atravesado la luna para posar algunas gotas sobre sus ojos y así poder competir con las que se deslizan por el cristal.

La tristeza invade su mirada y no puedes evitar escuchar cómo los suspiros de angustia se escapan de su boca.

Su pálida hermosura hace que te distraigas por unos momentos de tus pensamientos cuando tus ojos se deleitan con sus verdes ojos esmeralda y sus labios rojo carmesí,

Un cruce de miradas hace que vuestros ojos se encuentren a medio camino entre la vergüenza y la curiosidad. Un momento mágico que es interrumpido por el camarero comentándote que la cocina ya está cerrada y que hasta la cena no podrán dar más comidas.

Te levantas dejando un billete encima del impoluto mantel blanco y te colocas el abrigo y tu inseparable sombrero para abandonar el local cuando te das cuenta de que de uno de tus bolsillos se ha caído una caja de cerillas. Te agachas a recogerla y cuando comienzas a incorporarte te das cuenta de que unos zapatos de mujer esperan a que te retires para poder continuar con su camino.

Subes la cabeza lentamente observando cada centímetro de las largas piernas que te bloquean el paso a ti también.

Pides disculpas, pellizcas el ala de tu sombrero y te retiras de su camino amablemente. Ella te sonríe, acepta tus disculpas y con gracia felina pasa entre el camarero y tú.

Te ajustas el cuello del abrigo y al salir a la calle vuelves a coincidir con la mujer que momentos antes mareaba el vino con tembloroso movimiento en la esquina del restaurante.

Parece que no va a escampar y ninguno de los dos tiene ganas de mojarse, así que impacientemente buscáis con la vista un taxi con el cual poder abandonar aquel lugar pero con la que está cayendo no hay ninguno libre.

Para hacer la espera más amena mantenéis una conversación por la cual deduces que a ella también le han dado plantón.

La lluvia parece que cesa, pero aún así los taxis siguen siendo una misión imposible de conseguir, sólo un coche de caballos que vuelve a sus caballerizas tras ser sorprendido por la tormenta pasa por delante vuestro. Sin pensarlo dos veces lanzas al aire un silbido que hace que se pare en seco y haciendo un gesto de invitación a tu compañera de cobijo la coges de la mano y ella sonriendo corre hacia el interior de la calesa.

En esos momentos los dos allí sentados, pensáis en la locura de ir hacia ningún sitio con alguien totalmente desconocido. Las miradas son como cadenas que no os dejan separaros el uno del otro. El silencio no se puede romper, no hay nada que decir, no hay nada que hacer, sólo observarse, sólo sonreír y disfrutar de la locura del momento.

Al atravesar el parque un inmenso trueno rompe el hechizo de las miradas y la lluvia vuelve a hacer su aparición con más fuerza si cabe que antes.

El cochero os advierte que debajo del viejo árbol del parque os podéis cobijar pues en la calesa no tenéis toldo y os vais a empapar.

Aceptáis, bajáis de un salto del carruaje y os encamináis con paso ligero, más bien corriendo hacia la gran  encina que preside la cima de la pequeña colina del parque.

Allí debajo y resguardados del agua recuperáis el aliento y volvéis a encadenar vuestras miradas por momentos que parecen interminables.

Un gesto de frío hace que  te quites el abrigo y suavemente lo coloques sobre sus hombros. Un breve roce de vuestras manos causa una pequeña descarga de adrenalina en ambos náufragos emocionales.

Justo lo que necesitabais para reanimar vuestros aletargados corazones, un pequeño gesto que desencadena una tormenta aún más grande de la que está cayendo a su alrededor.


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