La pasión de la reina purpura

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 Como cada tarde secreta, ella acude a nuestra cita, misteriosa, entre los largos mechones de su rubia cabellera, y me saluda parca, culpable, para luego abrazarme y susurrarme al oído un desesperado: "Te necesito, quiero olvidarlo todo, morir de placer".
Sé por qué, ella desea olvidar: El irreprochable hombre que la llevó al altar, jamás ha dado pie para recibir la infidelidad rampante de su esposa. Mientras que yo, he obtenido de ella, su rendición sin méritos, su entrega patente en cada encuentro, en los que me ha recibido su cuerpo fervoroso.
 Bastó decirle la primera vez que nos vimos, mientras que ella escogía una botella de vino tinto en el supermercado, que me encantaban las rubias faciles, las que necesitan rabiosamente, desnudarse ante un extraño para ser poseídas por manos poderosas, despojadas de las braguitas hechas trizas y sometidas por ineludible fuerza. Mágicamente ella se dejó conducir al probador de la sección de damas, dónde fue rebasada por la humedad de los besos sobre sus pechos, por los rubicundos tatuajes dactilares en sus tersas nalgas y silenciada por la carne trémula que inundó su boca sedienta.
Sé que ella jamás hubiese logrado esos mil orgasmos, después de tantas citas, si su acto, no fuese una infidelidad. Sé que mis habilidades no hubiesen sido suficientes sin conocer sus íntimas fantasías, sin aquella entrega confidencial en la oficina, de aquel coordinado de encajes purpura, que sólo podía ser perfectamente elegido, sabiendo sus más secretos deseos.
Al recibir el cheque que sellaba el trato, vi en la mano de aquel hombre nervioso, una argolla matrimonial de oro, réplica de la que después vi portar a la Reina Purpura. Con gran dificultad, su perfil tímido apenas le permitió  describirme la petición, mientras que me extendía la fotografía de su hermosa esposa. 
Desde entonces no puedo apartar de mi memoria aquella argolla de oro, que ahora evito contemplar, lleno de celos. Celos, ese sentimiento desconocido para mí, aún después de tantos romances.
Estar en los brazos infieles de la Reina Purpura, ha sido conocer el cielo por asalto. Confieso que antes de compartirla, hubiese contemplado quitarme la vida, pero ahora, cobarde, como el que la amó primero, no encuentro alternativa.Sé que la prohibida música de sus caricias, no nos pertenece.

 

 

 

 


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