UN REINO FELIZ (1ª PARTE)

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Hace muchos, muchos años, en un remoto lugar de la tierra, existía un pequeño reino idílico en un paraje de ensueño. Era un lugar con una claridad tan radiante que iluminaba sus tierras, sus montañas, y las aguas de sus ríos corrían mansamente, eran limpias y claras como los corazones de la gente que habitaba aquel reino. Tenía grandes montañas y sus caudalosos ríos corrían bravamente desde sus altos montes y por sus lindos valles corrían mansamente dando vida a todas sus comarcas, dichos ríos regaban con sus cristalinas aguas su campiña, y sus tierras respondían con abundantes cosechas que sus habitantes vivían de ellas, y se criaban muchos y ricos árboles frutales que eran la delicia de las personas que los cultivaban y que allí vivían. Poseía un frondoso y gran bosque con árboles centenarios que proporcionaban a los moradores de aquel reino toda clase de cosas, como los alimentos necesarios para alimentar a todo un reino, pero también era la vida de cada día de sus habitantes, porque ellos cuidaban del bosque, lo limpiaban, recogían los frutos que sus árboles y plantas les daba, y lo más importante de aquella gente era cuidar, con mucho amor, de los habitantes del bosque. Era los albores de un tiempo de ensueño donde los animales de aquella pequeña selva convivían con los humanos, hablaban con ellos y cada cual tenía una función en el bosque, por ello, los moradores de aquel reino respetaban sus vidas, y era frecuente ver a los animales y a los humanos hablando y jugando juntos. Había muchas clases de animales en ese paraje arbolado, corrían, volaban o trotaban entre sus árboles llenos de alegría, o se enredaban en su maleza victimas de sus descuidados juegos. También había un hada que vivía entre los animales, era su protectora, del bosque y también del reino. Vestía el hada con una túnica, un sombrero con alas y pico, en su mano siempre llevaba una varita, su varita mágica, brillaba como las estrellas y la usaba solo cuando era necesario, cuando ella lo consideraba apropiado. No tenía nombre, pero la conocían como el “HADA BUENA”, por las cosas buenas que hacía, ella no andaba, se desplazaba volando al lugar que quería, o adonde era requerida, porque ella, cuando alguien del reino estaba en apuros, o reclamaba ayuda, se comunicaba por sus ondas de energía que su cerebro lanzaba al espacio para captar la llamada de quien solicitara ayuda para socorrerle. El “HADA BUENA” vivía en una cueva en el bosque, allí tenía su reino, sus cosas, sus animales de compañía y una pequeña laguna en el centro de la cueva con un islote en la laguna con un pequeño istmo para acceder a ella, y bellas estalactitas y estalagmitas decoraban el recinto.

Aquel tranquilo reino tiene un castillo en un lindo valle, era un lugar paradisíaco donde la naturaleza había sido muy generosa con su entorno. De sus montañas cercanas manaba un río que corría, cuando llegaba a su valle, mansamente, rodeaba al castillo y seguía su curso hacia la villa rodeándola por el lado suroeste. El castillo era inmenso, de planta cuadrada con cuatro torres en sus esquinas, en su centro otra edificación cuadrangular con sus torres, y en el centro de este, un gran edificio con una alta torre que era el palacio en si donde los monarcas del reino hacían su vida y tenía sus aposentos, y donde la corte regía el reino haciendo vida cortesana. En su puerta principal, y única, tenía un puente elevadizo para entrar o salir del castillo, o para poder llegar a palacio que era el eje de aquella fortaleza. No muy lejos de allí, a una media legua, se encontraba la villa con sus habitantes, y el río pasaba muy cerca de ella bañando sus campos y fertilizando sus tierras. Era un pueblo grande, de casas pequeñas y de una sola planta, pero era suficiente para aquellas gentes que radiaban felicidad. Todos sus habitantes tenían sus deberes y quehaceres en la villa, o en el bosque, cuidaban los campos, recolectaban cosechas…se preocupaban de todo aquello que necesitaban para vivir, y se divertían con los animales, pero también participaban o ayudaban en el castillo. Los bellos jardines de palacio siempre estaban abiertos a los súbditos, ya fuesen nobles, cortesanos o plebeyos. Allí se podía disfrutar de sus flores, de sus bellos árboles, o jugar con los pajarillos, montar en los lindos ponis, o hacer algún que otro viaje en carroza tirada por bellísimos caballos alados. Era un mundo de ensueño. La gente vivía feliz, sin preocupaciones, era solidaria entre ella y se ayudaban mutuamente.

Aquel fantástico reina poseía su jerarquía, tenía su rey y su reina, y una legión de hombres y mujeres que les ayudaban en su gobernación. El rey se llamaba MAXIMILIAN y la reina JULIANA, eran unos monarcas jóvenes, aunque llevaban ya algunos años casados, sencillos y condescendientes con sus súbditos, trataban por igual a todos los habitantes del reino, eso, cada día, fortalecía más a la corona y sus soberanos eran muy apreciados por sus súbditos, pero si la gente era feliz, radiante de alegría, o si los pajarillos revoloteaban alegremente, o si los animales volaban, trotaban o saltaban complacientes, no se podía decir lo mismo de sus reyes. Aunque compartían la alegría y felicidad del reino, sus semblantes eran serios, desencajados, con ojos lánguidos y tristes, y aquella tristeza que los monarcas poseían, se la radiaban a los cortesanos haciendo de la corte un lugar lúgubre, mohíno, hasta los animales huían del lugar. La reina cada vez estaba más triste, se culpaba de impregnar a la corte de su tristeza, se culpaba de no poder dar un heredero al rey, un descendiente a su reino, esa era la tristeza de los reyes, pues llevaban años casados y no eran aún padres. Sus corazones estaban afligidos, añoraban un retoño, pero no llegaba, la reina no quedaba preñada. Magos, adivinos, hacían mil peticiones para que los reyes concibieran un hijo, pedían a los dioses favores para la reina y su fertilidad, incluso solicitaron a la HADA BUENA que ayudara a sus reyes, pero ella no podía hacer nada, y así pasaba el tiempo, los años, en tan idílico lugar: la gente feliz, alegre, y sus monarcas tétricos, añorando un retoño.


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