El laberinto escarlata, 2/2

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Retorno

 Al iniciar el retorno a casa, me resistí con todas mis fuerzas, pero no pude evitar pensar en Kismet, quien todos esos años había estado en mí, como un tatuaje. Un intenso y temerario debate intimo me llevó al peligroso proyecto de buscarla. Sabía que enfrentar otra vez aquella pasión, sería más que una gran prueba, a la que tal vez accedí, porque confiaba en no poder encontrar a Kismet. Pero tan sólo una mañana me llevó su búsqueda, por la tarde con su número telefónico en mano, toda argumentación desapareció. Emocionado a limite y con el pulso trémulo, una secretaria me la comunicó. Al fin después de tantos años la escuché de nuevo, su voz hizo desaparecer la mía y estremecer mi cuerpo. Para mí absoluto desanimo Kismet decidió no reconocerme y me trató con fría rudeza. Pero al final algo la venció, y cuando cedió fue grandioso. Resultado: le arranqué una cita. Mientras tanto le escribí profusamente, y nuestro rompecabezas fue acomodándose. Para entonces Kismet tenía dos bebes. No me sorprendió, saber que se había casado con el amor de sus días de facultad. Sorpresa si fue, escucharle decir que se divorció pocos años después. Y como si tal noticia fuese el coqueteo de un detonador de dinamita, sin contenerme, le recordé nuestro gran pendiente y al fin pude confesarle todo aquel amor que le tuve y que aún le tenía. Irónicamente Kismet me contestó que ella partió con la idea de que nunca estuve realmente interesado en ella.
      La noche anterior a nuestra cita, sin poder dormir, asfixiado por la ansiedad de verla, desarmé todo protocolo, me levanté de madrugada para prepararme y sin poderlo evitar llegué‚ a su oficina dos horas antes de su apertura. Ver a Kismet de nuevo me detuvo el corazón. Ella estaba  cambiada, pero seguía siendo sin duda la mujer más hermosa sobre la tierra. Cuan bella y profunda su mirada enmarcada en su legendario cabello negro, cascada nocturna, arrullada por su dulce e increíble voz, sólo el discurso jazzístico de Gershwin podía comparársele.
      Mi corazón explotaba y con el mi razón arrollada. Mientras encontraba palabras, quedé perdido en los rojos labios de Kismet. Tan emocionado estaba que sólo recuerdo fracciones de nuestra larga charla: -Estas muy delgado, -Y tu más bella que nunca, - Nuca te olvidé, -Tampoco, yo. El tiempo frente a ella se hizo segundos, pero tuve que despedirme para dejarla trabajar, no sin una invitación para esa noche. A la reunión, Kismet acudió radiante en un impresionante vestido escarlata que nunca olvidaré. Al final de la magnífica velada, ella me concedió improvisadamente uno de mis más preciados sueños: caminar de su brazo a solas, en el silencio de las callecitas del pueblo, iluminadas por sus tímidos faroles. Junto a la mujer más bella que he conocido en mi vida, no podía permitir que se repitiese lo sucedido una década atrás, así que le solicité que me concediese su noviazgo, incluso aún toleró escucharme hablar sobre matrimonio. Ella dijo que lo pensaría. Yo sabía anticipadamente su respuesta. Pero de ninguna manera me podía perder el honor de hacerle a Kismet la propuesta más seria que yo podía concebir. Dos días después, recibí su rechazó a mi petición en una cara,  ofreciéndome a cambio su amistad, a la cual accedí traicionando mi principio fundamental, respetado por años: jamás permitirme ser amigo de una mujer. Esa fue la antesala de un nuevo y terrible capitulo. Kismet, la dama del vestido escarlata, me abrió por segunda vez la puerta del laberinto,  desapareciendo nuevamente de mi vida, sin explicación alguna. Desde ése día, me colgó el teléfono cuantas veces intenté hablarle, y no contestó más mis correos. Una vez más quedé en la sensación de extravió que conocía tan bien. Vagando entre muros escarlata, entendí para que había ensayado, años atrás, sobrevivir a la poderosa ausencia de Kismet. Pero de cualquier forma, hasta hoy, mi luto no ha logrado prosperar.  Ella será para siempre, la mujer más bella sobre la tierra.


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