Conspiración en silencio (1 de 7)

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Ya eran las 3 de la mañana, y cuando me ensobré en la cama, en un estado de excitación fuera de lo común, únicamente ataviada con mi camiseta y mis bragas que, por cierto, ya mostraban un embrionario medallón de viscosidad en el escudete, solo pensaba en cómo mitigar mi hervor para no montar un espectáculo sonoro por toda la morada. Necesitaba descargar todo aquello que estuve coleccionando gracias a una excitante noche de tertulia, intercambio de miradas, movimientos explícitos y varios decilitros de alcohol. La partida inesperada de Andrés y, por lo tanto, su ausencia en el caserón, no me ponía las cosas fáciles, pues sería extraño que alguien me oyera gemir mis calenturas en ausencia de mi novio. Y por todos los inquilinos era sabido que la única habitación en la que no había una pareja era precisamente la mía.

 

Mientras pensaba en ésta, mi situación actual, me propuse desvanecer cualquier pensamiento de deseo y canalizarlo hacia la intimidad del siguiente domingo, en la acogedora soledad de mi piso o con la circunspecta presencia de mi compañero. El problema es que mi mano derecha opinaba de otra forma y, mientras yo luchaba para apagar el fuego de mis entrañas, ella recorría mi monte de Venus arrastrándose alevosamente hacia el interior de mi prenda íntima con la sabia intención de encontrar primero mis escurridizos labios, y mi botón descapuchado después. Sin duda, estaba a punto de desencadenarse un conflicto en esta absoluta contradicción, pues mientras mi cabeza parecía estar más fría y desafiante a cada minuto, mi sexo mostraba una hinchazón lujuriosa que, definitivamente, parecía conminarme a juguetear con él. Boca arriba, tapada con el edredón de una cama ajena y en una habitación desconocida, mirando al techo fijamente y concentrada en mis pensamientos, me debatía entre la insulsa decisión de soslayar este momento de frenesí, y la necesidad extrema que reclamaba todo mi ser. Y mientras tanto, como el que no quiere la cosa, casi todos mis dedos estaban ya palpando mi zona genital más exaltada, lubricando sus yemas y esparciendo mi néctar por toda la vulva en un acto sonoro que regalaba esos chasquidos que siempre denotan un momento de inmensa felicidad.

 

Lógicamente, me acabé rindiendo a la lujuria y, con la intención de evitar acomodarme demasiado, dispuse dejarme las bragas puestas durante el forcejeo de mis dedos en mis cavidades. La parte frontal de la tela mostraba ahora un abultado movimiento que solo permitía suponer lo que ocurría ahí debajo. Me destapé por completo para airear el micro clima de esencias bajo la sábanas, y separé las piernas lo suficiente para fabricarme un espacio de maniobras. La parte exterior de mi mano percibía con claridad la ya fresca humedad de mi tela fruto del pretérito rocío personal, mientras que el presente calor surgía de una zona que ya iba a tardar muy poco en manifestarse.

 

La pequeña masía que Juan había alquilado junto a varios amigos pertenecía a un pueblo baldío y solitario al que se accedía a través de una carretera sinuosa y deshabitada. El lugar carecía de los servicios mínimos para una estancia de comodidad turística. No existían tiendas de abastos ni el más mínimo servicio público. Todo eso quedaba alojado a 2 kilómetros en un pueblo colindante al que se solía ir para conseguir lo más esencial. Se trataba, por lo tanto, de una casona ubicada en una especie de urbanización a 10 minutos en coche del resto del mundo. La idea de alquilar algo ahí no era mala. El silencio, los paisajes y la tranquilidad del entorno invitaban al descanso y al sosiego, y al tratarse de una casa compartida con sus amigos, la compañía siempre invitaba a las tertulias y los buenos ratos alrededor de la chimenea. Reconozco que mi situación ahí era algo incómoda, ya que mi amistad con el anfitrión iba precedida de una experiencia sexual poco ortodoxa (léase mi relato "Sé lo que hice este verano"), y mi novio Andrés y yo habíamos sido invitados el fin de semana para desconectar de la rutina de asfalto y, de paso, hacer nuevos amigos, aquellos con los que Juan compartía estado de inquilinato.

 

Cuando llegamos el viernes por la tarde, Juan nos recibió y designó una habitación de invitados en la que nos acomodamos hasta la hora de la cena. El comedor era la estancia más grande de la casa, y la presidía una mesa de roble macizo coronada por 12 sillas ocupadas ya por los comensales. El ágape fue distendido y los amigos de Juan, de todas las medianas edades, parecían pertenecer a un grupo bien cohesionado desde la infancia. El ambiente de camaradería era evidente, y las bromas de todo tipo iban y venían por y hacia todas partes. Entre risas y comentarios no pude evitar fijarme en las miradas clandestinas que me disparaba Juan. Parecía inspeccionarme para adivinar mis pensamientos, y la verdad es que yo no podía apartar de ellos los dos encuentros que dieron pie a nuestra amistad. Es cierto que mi novio conocía uno de ellos, pero el segundo era un secreto que solo conocíamos nosotros dos y su amiga Ana. Mientras cenábamos no podía evitar sentirme observada, y una extraña sensación de morbosa incomodidad me invadía y también erizaba mi vello y mis pezones. Y justo cuando empecé a desconectar del bullicio para sumergirme en los recuerdos que Juan imprimió en mi mente y descerrajó en mi cara, sonó el móvil de Andrés, que se levantó para responder en otra habitación lejos del barullo. Al volver noté en su rostro un semblante de pesadumbre que no tardó en justificar: debía abandonar inmediatamente este fin de semana de asueto para cubrir una baja de última hora que se había ocasionado en la empresa de seguridad en la que trabaja.


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