El otro lado de ti (parte 2)

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La música la envolvió en cuanto se colocó los audífonos y empezó a andar, el deja vu, al que ya se había acostumbrado le llegó lentamente. Los rostros eran los mismos de su sueño pero esta vez no la contemplaban fijamente sino que cada uno parecía inmerso en las tareas que les esperaban para el inicio de la jornada. Alzo la vista al horizonte y contempló los bordes de las nubes teñidos de rosado y naranja, en el fondo rayos de un sol esplendoroso luchaban contra la espesura de la madrugada.

Ya eran poco más de las seis de la mañana por lo que sentía el despertar de la naturaleza acompasado con el creciente bullicio de las rutas escolares al pasar por la carretera.

El pueblo se llamaba Fonquetá, una palabra cuyo significado constituía en su mente un gran misterio. Una única carretera conectaba dos caminos que atravesaban el pueblo entero, a la izquierda la montaña imponente y en medio del verde oscuro de la ladera, de forma casi imposible, se alzaba en blanco inmaculado la silueta de la iglesia de la Valvanera. Cada vez que miraba aquella construcción, ubicada en tan inhóspito lugar se preguntaba qué tipo de motivación lleva a alguien a surgir con tan original y fresca idea. Ciertamente una iglesia construida en un lugar con tan difícil acceso no debería poder facilitar la comunión de sus feligreses. No obstante allí estaba. Ya un par de veces había tenido la oportunidad de llegar hasta aquel lugar, sino por la llamada del deber cristiano más bien por el deseo de realizar una sana cantidad de ejercicio, ella sabía bien cuanto le costaba mantenerse alejada de la naturaleza salvaje e indómita que la llamaba rugiendo un reclamo desde lo más profundo de sus entrañas. Razón por la cual procuraba brindarse a sí misma cantidades enormes de ejercicio que en lo posible incluyeran ese contacto cercano a la tierra que tanto necesitaba. Exhaló un suspiro, su aliento cálido formando una nube a su alrededor.

Al otro lado del camino había extensos terrenos de plantaciones en los que desde hacía ya varios minutos se hallaban los campesinos en su faena, algunos recogiendo las bondades de la tierra y otros cegando el camino para sembrar nuevas plantas. Devolvió los saludos que los alegres trabajadores le dieron y continuó su camino dejando atrás el paraje que empezaba a fundirse a poco menos de cien metros con el asomo de la ciudad.

 El municipio de Chía, pertenecía de algún modo a la capital, parecía otro barrio más, solo que un poco alejado y aún menos congestionado que Bogotá. Una de las razones que la habían impulsado a vivir allí.

 Quince minutos después y una cuadra antes el aroma del pan recién horneado llegaba hasta sus pulmones haciendo que sus entrañas le recordarán que aún no había desayunado. La panadería, cuyas carpas se notaban a lo lejos, despedía aquel delicioso y tentador aroma. Apresuró un poco la marcha dispuesta a comer algo de pan fresco antes de continuar. La dependienta, para quién ya se había hecho conocida, le dio los buenos días con una sonrisa.

-¿lo de siempre vecina? –preguntó la mujer pequeña de tez pecosa y pelo corto rojizo.

Asintió y pagó. Recibió una bolsa de pan con bocadillo y se fue comiendo el primero mientras se dirigía a la avenida principal para tomar el camino a la universidad. No llevaba prisa aunque procuraba caminar a paso ligero, le gustaba disfrutar del paisaje que la rodeaba.

En la avenida Pradilla a aquellas horas había una caravana de automóviles y buses que se afanaban por llevar a niños y adultos a sus lugares de estudio y trabajo dejando tras de sí una espesa estela de humo grisáceo. El avance de la jornada era vertiginoso mientras el claxon de los buses, igual que en su sueño interrumpía el compás de la melodía que escuchaba con sus audífonos. Ella podía sentir la explosión de energía y sus sentidos aumentar a medida que la sensación de cosquilleo y el calor en la palma de sus manos se intensificaban. Pero a diferencia del sueño una parte muy racional de su mente le indicaba que aquello era imposible, por lo que seguía caminando, ignorando la sensación y procurando concentrarse en las voces melódicas de los Twin Forks. No pudo evitar fijarse en el arbusto que en su sueño apareciera marchitado y en su apariencia de color verde brillante y muy saludable, estaba segura de que el día anterior lo había visto gris y marchito, pero decidió ignorar también ese detalle y siguió caminando,  sus labios curvándose al entonar las letras mudas del coro de la canción.

Llegó a la universidad y como siempre, mientras cruzaba el puente que atravesaba la variante el ritmo de su corazón empezó a hacer un compás furioso en sus venas, podía sentir la sangre corriendo cálida por los vasos sanguíneos mientras una sonrisa de emoción infantil tiraba de las comisuras de su boca. Esas ganas de sonreír ante el milagro que constituía estar en aquel lugar, en aquel momento y después de todo lo que había sucedido descubriendo que siempre le quedaban razones para reír. Estando allí se sentía tan cerca del cielo que casi podía ponerse de puntitas y tocar los bordes de las nubes. Un pajarillo pareció escuchar sus pensamientos mientras hacía una voltereta en el aire. Radiante le dio los buenos días al portero, recibió el periódico y entró en el campus. Había contado los días, hoy serían cuarenta y dos días desde que llegó por primera vez y ahí estaba llena de la misma excitación infantil que había sentido aquel primer día de clases. Cruzó el puente gris atrapado entre los edificios gemelos K y L y una estructura que contrastaba por ser tan conservadora su arquitectura de ladrillos anaranjados comparada con el brillo moderno de los cristales del complejo de edificios de comunicación. Bajo sus pies corría el agua en tonos amarillos que reflejaban en su superficie los primeros rayos de la mañana. Sabía que aún era lo bastante temprano porque aún no había casi nadie en la universidad, así, desierta y silenciosa era como más le gustaba, toda suya para explorar y admirar las edificaciones que habían sido construidas como templo para la enseñanza y cuyas silenciosas paredes albergaban décadas de historias y aventuras. Ella podía sentirlo al tocar las superficies, todo eso que escondían, por eso procuraba no tocar las paredes del edificio mientras caminaba hacía la biblioteca. Faltaban cerca de dos horas para que comenzaran sus clases pero no le importó sentarse en el césped y leer algunas líneas de azul de Rubén Darío mientras esperaba. Los versos del nicaragüense la habían cautivado desde niña y la habían acompañado a lo largo de sus años de adolescencia. Para entonces habían construido en su alma el anhelo de un amor idílico como el que tantos libros y poemas describían en historias de pasión y desafío. Los  minutos pasaron rápidamente y cuando la alarma de su celular sonó y levantó la vista de su lectura se encontró rodeada de cientos de estudiantes, sus voces ahora levantándose por encima de la música.

 

 

 


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