Euforia electoral

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—¡Sí, señor! Con dos… —Alberto no llega a acabar su frase ni tampoco vuelve a golpear con el dorso de su mano la portada del diario donde el líder del partido ganador forma la v de victoria con los dedos. Durante unos segundos se calla y mira a un individuo que hay en el extremo de la barra. Es un hombre de unos treinta y tantos años que ha pedido un vaso de agua y mira un anuncio de la televisión donde una anciana se excusa diciendo que no tiene hambre para que así puedan comer sus nietos.

El televisor apenas se oye, porque al dueño del bar le interesan más los comentarios de Alberto sobre el resultado de las elecciones que ese anuncio que lleva cerca de tres años emitiéndose. En todo caso, dentro de media hora, cuando empiecen las noticias subirá el volumen para oír las declaraciones del líder de la formación ganadora que, con toda probabilidad, volverá a gobernar otros cuatro años más.

—¡Pero estos imbéciles qué se creían! ¿Qué la gente les iba a votar porque se había tragado eso del sueldo digno y no sé qué de los derechos del trabajador? —dice echándose casi encima del cantinero que sonríe mientras le sirve la tercera cerveza—¡ Anda y que se vayan a tomar por saco!. Que yo antes también cobraba doscientos euros más que ahora y me pagaban las vacaciones. Pero es que no: que no se puede. Que bastantes esfuerzos hacen ya los empresarios.

Alberto, sin embargo, no tiene en cuenta o parece habérsele olvidado que su jefe, lejos de apretarse el cinturón, como se lo ha apretado a él, se ha comprado otro mercedes.

De nuevo, vuelve a hacer una pausa en su discurso para tomar otro trago de cerveza y volver a observar al extraño de la barra que de vez en cuando lo mira como si fuera un animalillo curioso.

—El caso: que esto lo tenemos que sacar todos “p’alante”—continúa diciendo mientras está a punto de reventar la botella vacía al dejarla sobre la barra— Oye, y que si el jefe ya no puede más y te tiene que echar, pues mala suerte. Que la cosa va mejor, eso ya lo sabemos, pero de ahí a que te paguen el despido como antes, pues va a ser que no.

Esta vez Alberto trata con una sonrisa de buscar la complicidad de su extraño compañero de bar, pero su única respuesta es una mirada curiosa y carente de simpatía.

Cinco minutos más tarde, entra otro individuo igual de raro que el del vaso de agua. Por la sonrisa que le dedica demuestra que son viejos conocidos. Tanto el dueño del bar como el eufórico defensor de los empresarios, al percatarse de ese encuentro, también se miran y sonríen maliciosamente.

—Yo creo que estos dos… —dice Alberto en voz baja y con ironía.

—Sí, yo también lo creo —responde el dueño del local casi sin poder contener la risa.

Sin embargo, ambos ignoran quiénes son esos individuos y, lo más importante, por qué se miran durante tanto tiempo y sin dejar de sonreír. En realidad, tanto el recién llegado como su compañero jamás han necesitado ni aquí ni en su planeta de gritos, risotadas o golpes para comunicarse entre sí. Les basta solo su capacidad mental para transmitir y recibir información como la que han obtenido en ese bar: que los humanos, al menos los de ese extraño país, lejos de rebelarse, apoyan a quienes les humillan y les explotan.


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