Sangre fría

Por
Enviado el , clasificado en Drama
1906 visitas

Marcar como relato favorito

Voy a redactar esta confesión y luego voy a suicidarme.

    Uno vive una vida entera imaginando como sería esto o como sería aquello, pero jamás podemos llegar a verdaderamente pensar en hacer locuras por el estilo, simplemente, cuando uno da rienda suelta a su imaginación piensa que sabe cómo es que se siente. Debo decir, ya que yo he hecho una locura de la que ahora me arrepiento y de la que me arrepentiría de por vida sino fuera a suicidarme en cuanto termine este documento, que no es, ni por asomo, como uno imagina que es y, déjame confesarlo pues mi voz es la de un condenado, la locura que yo cometí fue premeditada. Premeditada, pero hasta cierto punto.

    Asesiné a mi esposa mientras esta dormía, pero la idea no creció repentinamente en mi cabeza ni nació de mi locura, la idea se gestó durante algún tiempo, rezagada en mi cabeza. Vi, esta noche, una oportunidad de acabar con esto y no me detuve a contemplar alguna opción más lógica. Lo hice. Lo hice… La maté.

    La maté porque la odiaba, la maté porque odiaba su estúpida descarada sonrisa, la maté porque podía leer su hipocresía, la maté porque el tacto de sus labios contra los míos hacia otro tanto con mi alma, la maté porque llegué a detestar su perfume, su voz, su mirada. Todas las mañanas al abrir los ojos y encontrarme con su mentiroso rostro, la detestaba con más intensidad.

    ¿Pero, qué podía decirle cuando se acercaba a mi oído y me susurraba, hipócrita, que me amaba? ¿Cuándo decía que me necesitaba? ¿Cómo podía decirle que lo sabía todo, qué mantenía oculto este enorme peso en mi alma?... ¿Qué derecho poseía yo de reclamarle nada?

    Todas las mañanas al despertar, desesperado por salir de la habitación, me encontraba con su vista y me decía, a la cara sin avergonzarse lo más mínimo: Te amo. Mi alma me gritaba que contestara que yo la odiaba, pero en lugar de eso respondía: Yo también. Luego me besaba, apasionada víbora, y me forzaba a fornicar en el lecho matrimonial con ella.

    ¿Qué nos pasó, cariño? ¿Qué pasó con nosotros? ¿Por qué se torció todo así? ¿Cuándo comenzaste, mentirosa natural, a engañarme de este modo tan vil, tan cruel? ¿Cómo soportabas aquella infeliz hipocresía con la que cargabas? ¿Tan malvado, tan ruin era yo que aquello ni siquiera te lastimaba?

    No sabes de qué forma se vino mi mundo abajo cuando, aquel último día de nuestras vidas, malvado demonio, gritaste a mi oído en la plenitud de tu orgasmo el nombre de otro hombre. A sabiendas de aquello me pregunto, ¿cuántos más había, maldita zorra, pues aquel nombre que gritaste no era el del hombre con el que te había encontrado en la cama un par de veces ya? Como sea, fingí que no te escuchaba, y tú fingiste que no gritaste nada, pero aquello había sido lo último, no estaba dispuesto a soportar más. Esta misma noche te vi, dormida, tan frágil, me deslicé fuera de la cama hábilmente, te amordacé, te violé y luego te acuchillé. Puedo oler ahora mismo el aroma de tu sangre, creo que ahora comprendo un par de cosas más. Tu despreocupación acerca de lo que pensara de ti viene de tu sangre fría, la misma sangre fría que ahora cubre el tálamo que compartíamos. La misma sangre fría que mancha mi ropa. La misma sangre fría que mana de las heridas de tu cuerpo ¡qué similares a las que hay en mi alma!

    ¿Qué podría hacer ahora que estoy sin ti? Porque, te lo juro por mi alma, que con toda probabilidad arde ahora mismo en el infierno, estuve dispuesto a perdonar tus infidelidades, por ti, por nosotros, par de hipócritas. Intenté perdonar, te lo juro, las dos ocasiones que te encontré con otro hombre en la cama, pero no podía, mi alma no cesaba de gritar, no paraba de gemir de dolor. Que tristeza tener que compartir a la mujer que amaba. Que horrible para mí el recordarte, cuando me hacías una de tus caricias, cuando me elogiabas con tu mirada y cuando me asaltabas con tu voz, con otro hombre. Que difícil era el sonreírte, el pretender que todo seguía igual que siempre, que todo seguía igual que como siempre debió ser.

    ¿Por qué lo hiciste, infiel mujer? ¿Por qué me forzaste a hacer esto con el daño que infligiste en mi corazón?

    ¿Pero que podía decirte yo, nacido del corazón, desde la honda lontananza de mi alma, que no fuera más que hipocresía? ¿Qué podía hacer para remediar el daño que anteriormente te había hecho con mi infidelidad? ¿Qué podía hacer si deseabas tomar venganza?

    ¡¿Qué?!


¿Te ha gustado?. Compártelo en las redes sociales

Denunciar relato

Comentarios

COMENTAR

(No se hará publico)
Seguridad:
Indica el resultado correcto

Por favor, se respetuoso con tus comentarios, no insultes ni agravies.

Buscador

ElevoPress - Servicio de mantenimiento WordPress Zapatos para bebés, niños y niñas con grandes descuentos

Síguenos en:

Facebook Twitter RSS feed