ESPERPENTO DE PATOJOS (II)

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Pasaron dos días sin que nada se supiera, sólo los comentarios y cuchicheos propios de un pueblo ante esta extraña noticia y lo absurdo de la misma. Algún vecino que otro, intentó sin éxito sacar a Eladio de su enterramiento parcial, no sin algún que otro golpe de azada. Llegó un momento en que los vecinos, que habían cogido la costumbre de llevarle de comer, dejaron de hacerlo, pues Eladio pedía que lo regaran, que lo agradeciera más, que como árbol se había plantado y como árbol quería vivir. Pero una noche aprovechando que dormía, entre el cura, el alcalde y el sargento de la Guardia Civil retirado le quitaron la azada, lo amordazaron y ataron las manos para que no diera problemas, y ante los intentos fallidos de Eladio por zafarse de sus ataduras, con esa azada y otra empezaron a excavar cuidadosamente alrededor de Eladio para sacarlo de allí y dar término de una vez a aquella absurda cabezonería suya.

Cual fue la sorpresa cuando al llegar a la altura de los pies, estos ya no lo eran, ¡se habían trasformado inexplicablemente en raíces como las de un árbol! Todos quedaron pasmados de que aquello pudiera haber ocurrido. Ante esto y no saber qué hacer, fueron a buscar a D. Gaspar, él sabría cómo actuar ante aquello, era lo más parecido a un médico que había en el pueblo.

Ya allí, silencioso y pensativo ante aquel fenómeno que iba contra natura, tomo una decisión que afectaría a Eladio de por vida y a aquel pueblo.

—Señores, no se me ocurre otra que dejarlo plantado, su cuerpo se está trasformando inexplicablemente en árbol, si lo sacamos de aquí corremos el riesgo de que muera sin remedio, aquí se quedará mientras mando aviso a la capital para que médicos de prestigio estudien este fenómeno, enterrémoslo otra vez tal cual estaba —y así lo hicieron siguiendo las instrucciones de D. Gaspar el farmacéutico.

Pasaba el tiempo y la gente se acostumbró a tener a su vecino Eladio plantado en la plaza del pueblo, a diario lo regaban para satisfacción suya, la investigación y las pesquisas pertinentes llevadas a cabo por D. Honorato no dieron el fruto deseado, teniendo que quitar la prohibición de disparar a las palomas, pues no se pudo encontrar para su interrogatorio al sospecho. El alcalde que tan preocupado estaba —cosa incompresible —por la ocupación de un lugar municipal por un convecino durante tanto tiempo, llego a la conclusión de que la solución sería  nombrar funcionario municipal a Eladio, cosa que hizo en solemne acto y con gran pompa.

Aurora, avergonzada  por la actitud que su padre tomó más que por su propio embarazo o la vergüenza familiar, decidió dejar el pueblo, cosa que hizo sin llegar si quiera a despedirse de su padre.

Su padre, Eladio, cada día más se alegraba de la decisión tomada, ya no le importaban como antes las cosas, se sentía feliz, veía a diario los amaneceres, los ocasos, vivir allí empezaba a gustarle, ha hacerle más feliz, le agradaba que los pájaros se posaran en él, hasta celebraba cuando alguno se decidía a anidar el él; celebraba la llegada de la primavera con gozo pues se sentía más lleno de vida aún, llegó incluso a olvidar el porqué de haberlo hecho.

Pasado el tiempo, la gente se acostumbró a aquello, seguían regándolo a diario, y la situación pasó a ser normal, aunque los cambios físicos de Eladio eran notables, el aspecto humano se iba perdiendo dando paso a tener la apariencia de un árbol de verdad, cada vez hablaba menos, hasta que pasados algunos años la trasformación fue completa, nada pudieron hacer los médicos y especialistas en botánica que durante mucho tiempo habían estado estudiando este extraño caso.

Pasaron muchos años desde aquello, el pueblo debido a las defunciones vecinales y ningún nacimiento se convirtió como tantos en la España de la época en un pueblo fantasma, donde sólo quedaba un hombre, pastor y nieto de Antonio, el que proveía de carne a la farmacia de D. Gaspar y que tenía el ganado en las proximidades de aquel desaparecido y peculiar pueblo.

Un buen día, estando el también llamado Antonio como su abuelo y pastor descansando, bajo la sombra que daba el frondoso y hermoso árbol en el centro de la plaza, que llegó a ser conocido como el árbol de Eladio, y al que Antonio seguía regando a diario a pesar de los años trascurridos, llegó un automóvil, que paró en la plaza levantado cuantioso polvo, que en poco de difuminó. Se abrió una de las puertas por la que bajó una mujer de cierta edad ya, con abrigo y pañuelo atado en la cabeza, y que empezó a mirar alrededor de la plaza, terminando en fijar su vista en el Gran árbol central.

Antonio, cortes y curioso dijo.

  —Buenas nos de Dios ¿qué se le ofrece?

 —Buenos días, buen hombre, de visita.

—Si aquí no hay nadie ya desde hace muchos años, sólo vivo yo en este pueblo; soy Antonio el pastor, como lo fue mi padre y mi abuelo.

—Lo sé, buen hombre, vengo a conocer la historia de este gran árbol.

Y con Antonio se sentó aquella mujer bajo la sombra  de aquel árbol contándole la historia. Una vez terminada, cayó en la cuenta de que no sabía el nombre de aquella mujer y quién era.

—¿Cómo se llama usted buena señora, aún no lo ha dicho?

—Soy la hija de Aurora, y me llamo…Paloma.

Antonio, sabedor de quién era y de lo curioso de su nombre, no tuvo por más que mostrarle una sonrisa, tras lo que le dijo:

—Te dejo a solas con tu abuelo Eladio.

Paloma se sentó apoyando su espalda sobre el tronco, en el regazo de su abuelo Eladio, que en forma de árbol  la acogía emocionado. Pasó lo que quedaba de tarde quedándose dormida. Tras un buen rato, y al despertar, se encontró sobre ella una rama que le cruzaba el pecho a modo de botánico abrazo, miró hacia arriba y pensó mientras con sus manos acariciaba la rama que la abrazaba.

—«Abuelo… me has reconocido, soy tu nieta, Paloma».

 


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