PRINCIPIOS DE LOS NOVENTA IV

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Miércoles por la mañana. Fuera llueve y hace un día de lo más gris y deprimente. Dentro, en clase de mates, la cosa es todavía más triste. Después de una aburrida explicación, nos han mandado un porrón de ejercicios para empezar aquí en clase y acabar en casa. Algunos de los niños más inteligentes ya casi los tienen acabados. Miguelito, Eddie el Negro y Miki se empiezan a pavonear de lo fácil que son y de que no tendrán que hacer deberes en casa, por haberlos terminado ya en clase. Yo todavía voy por el primero, aunque ya lo he dejado por imposible. Los veinte minutos que faltan para que toque el timbre me abstraigo y me pongo a pensar en mis cosas, en el Street Fighter II, en cómo matar al hijoputa del Zangief, que siempre me elimina, y también en las chicas de Beverly Hills 90210, una serie de la tele que nos molaba a todos.

Por suerte, el timbre del recreo nos saca a mí y a otros tantos de nuestro sopor y nos indica que es hora de bajar al patio. Salimos todos los chicos de la clase como en una estampida y empezamos a correr por los pasillos y bajar las escaleras que nos llevan al patio, donde disfrutaremos de media hora de libertad antes de tener que volver a clase. Por el camino gritamos: «¡Oé, oé, oeoeoé!», y empujamos a los más pequeños, pegándoles algún coscorrón ocasional si se interponen en nuestro camino. Cuando estamos en el patio, nos dirigimos a la cancha de baloncesto cubierta, pues está lloviendo y no nos apetece mojarnos en la de fútbol. De todas maneras, la pequeña cancha de basket es nuestro destino casi siempre, al ser el campo grande propiedad de los de octavo, quienes nos corren a hostias si osamos acercarnos a él. Como somos ocho, decidimos hacer dos equipos de cuatro: tres, jugando y uno, de reserva, porque la cancha es bastante pequeña. En un conjunto estoy yo con el Bibi, el Pulga y Pepe, el Rubio. En otro, Miguelito, César, el Patata y el Pitu. El Kiki, el Paleto y algún otro nos mira, pero sin decidirse a jugar. Los dos equipos empezamos a darle al basket, aunque con mucha aprensión. No es para menos, y es que la experiencia nos ha enseñado que es peligroso emplearse a fondo los días de lluvia. La razón es muy simple, el suelo de la cancha está hecho de unos baldosines bastante resbaladizos cuando están mojados. A pesar de que la pista está cubierta, las pisadas de los niños hacen que se llene todo de agua, por lo que hay que moverse con mucho cuidado para no resbalar y escojonarse contra el pavimento.

Jugamos durante un rato y ya vamos ganando de cinco cuando nuestro partido lo interrumpe Carahuevo, el profe de sociales, y su amiguito Vegeta, el profe de gimnasia. Estos dos señores de mediana edad, además de dar clase, tienen encomendada la penosa tarea de vigilar el patio en la hora del recreo, para que los niños no hagan maldades. Como profesores, Carahuevo y el de gimnasia son elementos bastante lamentables. Ambos rondan los cuarenta y son dos tíos bastante chulos, de estos que van en plan sargento de hierro intimidando y humillando a niños de once años. ?A ver ese balón ?rebuzna el calvo de sociales mientras el Vegeta nos mira con prepotencia. Últimamente siempre nos hacen lo mismo, cuando estamos en medio del partido, vienen, nos quitan la pelota y se ponen a tirar a canasta y a hacer mates, solo para joder y demostrar lo machos que son. Como no podemos ignorar la orden, el Bibi le pasa el balón al calvo y este lanza un triple que no entra por muy poco. El tío se pica y lanza otro que esta vez sí convierte. Mientras, nosotros miramos como se va animando y escuchamos sus bravuconadas con resignación. El calvo se flipa y empieza a hacer jugaditas él solo, entradas a canasta e intentos de machacar el aro, que por cierto está bastante bajo. «No debería hacer eso», me digo a mí mismo mirando el suelo resbaladizo, seguro de que mis amigos están pensando lo mismo, pero ninguno de nosotros decimos nada. Por una parte nos da miedo interrumpir al calvoy al Vegeta cuando están demostrando lo machos que todavía son, y por otra, todos deseamos con todas nuestras fuerzas que de alguna manera se haga justicia.

Entonces, ocurrió. En una de sus aproximaciones, el calvo resbala, se cae hacia atrás y estrella su robusto corpachón contra el suelo, dándose además un golpe en el cogote. Todos nos quedamos quietos e intentamos fingir sorpresa, aunque no lo conseguimos. Solo con mirarnos los unos a los otros nos entran unas ganas de reír tan irrefrenables que nos tenemos que escapar corriendo de ahí mismo para que el Vegeta y el calvo no se den cuenta. Solo Miguelito y algún otro se acercan a ayudar al calvo, todos los demás salimos por piernas en dirección contraria mientras hacemos verdaderos esfuerzos por contener el ataque de risa. Luego, desde una distancia más segura, pudimos ver como el calvo se levanta despacio, más humillado que dolorido, y le dice algo al Vegeta, tras lo cual  los dos se fueron a tomar por culo y nos dejan en paz. Sin embargo, ya no seguimos jugando, el resto del recreo lo empleamos en comentar la jugada y regodearnos, entre risas y gritos histéricos, del monumental hostión que se había pegado el calvo. A veces se es feliz con tan poco.

(Extracto de LOS MATONES DEL PATIO)

 


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