LA AVENTURA 1

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La primera noche del año 1970, Jordi Oliveras que era un joven de veintidos años; alto y

moreno, fue al hotel Ritz de Barcelona a buscar a sus padres quienes habían ido a una fiesta

de gala. Los hombres vestían el elegante smoking, mientras que las mujeres lucían sus

vistosos trajes largos.

Jordí entró en aquel sofisticado sitio titubeante puesto que como tímido que era le costaba

andar con la suficiente soltura y siempre temía hacer el ridículo. Sin embargo en aquella

ocasión el destino le tenía reservado superar una prueba.

Allí casualmente entabló conversación con un conocido de su familia con el que habló de libros,

y éste al percatarse de la falta de espontanedad de su interlocutor le recomendó que hiciese

en aquel mismo lugar un curso de RELACIONES HUMANAS que venía de Norteamérica, el cual

era similar a una terapia de grupo para solventar aquel problema anímico.

Jordi, que ansiaba superar aquel lastre que le dificultaba el trato con sus semejantes, sobre

todo en el trabajo y con las mujeres aceptó de buen grado aquella sugerencia.

Así que después de las Fiestas el joven se personó en un departamento de aquel hotel en el

que para su sorpresa se encontró ante un numeroso y selecto público perteneciente a la élite

de su ciudad, en el que habían famosos periodistas de los medios de comunicación, gente del

espectáculo, y renombrados empresarios.

Por otra parte el conductor del curso, que era un  reconocido autor teatral, hizo salir a Jordi

Oliveras al pequeño escenario que había en un extremo de la sala para que dijera unas pala-

bras a modo de presentación.

Como es de suponer al recién llegado le afloró la timidez. Sus piernas temblaban como las

ramas de un árbol al ser zarandeadas por el viento, un sudor frío perlaba su frente, y sólo

pudo balbucir sus datos personales. ¡De buena gana hubiese escapado de allí a todo correr!

No obstante decidió hacer caso omiso de aquel sentimiento que le abrumaba y siguió

asistiendo en días sucesivos a aquel curso; por lo que gradualmente empezó a ganar parcelas

de seguridad en sí mismo. Él al igual que los demás tenía que contar un incidente de su vida

en dos minutos. Pues en base a la mentalidad pragmática anglosajona, no se permitía divagar

en ningún tema; había que ir al grano, y ser lo más concreto posible. Asimismo se tenían

que explicar ejemplos en  los que se hubiesen puesto en práctica algúnos principios éticos

en la vida cotidiana, según la lección del día.

 Aunque Jordi también pudo darse cuenta que en aquel rutilante ambiente gravitaba un halo

algo teatral, de exhibicionismo que alimentaba el ego de los participantes.

De todas maneras nuestro amigo Jordi, tanto por su franqueza como por su peculiar forma  

de expresarse no tardó en adquirir una cierta fama, y a menudo era felicitado por muchos

condiscípulos. Esto le chocaba porque se le ponía en evidencia que casi nadie hasta entonces

había reparado en sus cualidades humanas. Más bien había sucedido todo lo contrario. Se

solía enfatizar los defectos del más vulnerable para que el otro pudiera darse lustre con

engreimiento a su costa.

Asimismo él se apercibió que por debajo de la apariencia glamurosa de aquel grupo subyacía

un inconfesado pálpito de inseguridad interior que se pretendía compensarlo sea a través del

éxito en los negocios, o del Arte. En otro orden, en las charlas de los alumnos se ponían

de manifiesto conflictos familiares; se vertían lágrimas por frustraciones personales, por muer-

tes repentinas de personas queridas. Y dichas dramáticas charlas recibían el más caluroso

aplauso en contraste con las anécdotas humorísticas que se pudieran explicar. Pues la vida es

un mar de lágrimas - se pensaba.

Jordi se fijó que quien era más admirado por estas tristes historias era un fabricante de unas

conocidas pinturas que paradójicamente, a pesar de ser uno de los hombres más ricos de la

ciudad, vivía amargado debido a serios problemas familiares.

Entonces, a Jordi la recóndita inseguridad sensitiva de aquel ambiente o de cualquier otro

individuo le hizo pensar que ésta se debía en esencia a que además de una predisposición

genética del mismo, éste había sido educado para ser un súbdito de una postiza y represora

moralidad que emergía de un rígido sistema político-religioso del que se desprendía una

costumbre social que ahogaba su natural instinto vital, o su personalidad.

El hombre era el objeto, y el tirano sistema era el sujeto. Y en caso de rebelión de la persona

ésta podía ser sancionada por quienes la rodeaban y las autoridades competentes como le

había ocurrido al filósofo Sócrates hacia unos miles de años, el cual fue juzgado y sentenciado

a muerte tomando la cicuta al inducir a los jóvenes a pensar por sí mismos al margen del

poder establecido. Y esto mismo fue lo que siglos más tarde denunciaría el psicoanalista suizo

Sigmund Froid en su famoso libro EL MALESTAR DE LA CULTURA.

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