El legado de los visitantes

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El legado de los visitantes

En una remota Isla del Pacifico, me fue dado el sobrenombre de "Beep Cororote", que virtualmente significa: "Perro del Cielo", y por una confusión lingüística, en el sur de Texas, me llamaron: "Big Perrote", nunca estuve a disgusto.
A ellos los conocí por accidente, cuando huía de mis perseguidores, creyendo estar seguro en perdidos paisajes de montañas tropicales, donde para cualquier ser, animal o planta, vivir es un desafío de tal intensidad como el frente de una guerra devastadora y de tal belleza siniestra como la música de aquel virtuoso solista de una gran orquesta amenazado de muerte por su déspota anfitrión.
Al intentar aprender las reglas de la sobrevivencia en la selva y buscado mi sustento diario en largas caminatas, los encontré casi indiferentes. Imposible negar que su existencia me llenó de terror. Su cultura diferente y sus capacidades tan superiores a las nuestras, aniquilaron mi seguridad. Inmediatamente entendí que debía decidir entre morir o adaptarme a las consecuencias de mi descubrimiento.
Uno de los muy escasos días en los que tenía contacto con los nativos del borde del manglar distinguí que me llamaban "Beep Cororote" y que me temían. Sabían lo que implicaba ser un protegido.
Con humildad acepté que tenía mucho que aprender de los visitantes, así que les pedí que me enseñaran. Ellos me hicieron entender que la naturaleza no me había preparado para comprender los fundamentos de una cultura formada por seres poseedores de sentidos diferentes a los humanos y sin embargo me aceptaron entre ellos. A cambio me pidieron asumir un papel de intermediario ante los míos, es decir ante los "humanos", pero nunca me encomendaron tarea alguna, tal vez esperban que yo mismo la encontrase.
Tantas cosas contrastantes observé en ellos que al principio no pude comparar su doctrina con alguna nuestra. La escases de necesidades que mostraban, me recordaba al pensamiento minimalista de una parte del mundo oriental y la vida contemplativa monacal occidental. La vida en un ambiente adverso y populoso, obliga a tolerar un gran acercamiento físico entre los individuos, con pocas reglas pero muy estrictas. Para ellos todo giraba en la adaptación interna. Ellos asumian que todo intento de control logra escasamente los resultados buscados. En cambio las consecuencias de todo acto, su eco, habría de resonar en el cosmos. Es como si ellos hubiesen convertido en una religión el concepto de entropía de la Termodinámica. Creo que ese abandono de la ambición del control, les permitía enfocarse en la experiencia de la existencia, en el que la noción del descubrimiento era el mas grande suceso, el contraste dicotómico entre la percepción y la imposible conciencia de la realidad.
Ellos respetaban de manera sagrada la competencia por la vida como el sentido de la muerte, fundamento de un equilibrio cambiante, como en la física clásica es el “equilibrio dinámico”. Ellos no admitían la posibilidad de ignorar sus principios y sabían que el propio universo no tenía piedad para la inconformidad con esas leyes básicas, la falta de compromiso hacia ellas, era el más grande pecado que podían concebir. Ellos sabían cómo alcanzar la inmortalidad material, pero no la ambicionan. En consecuencia la temporalidad de sus vidas así como la diversidad era la máxima riqueza que reconocían y esa riqueza no se la apropiaban, no había tiempo para perderlo en ello, tal como lo es para un explorador, ciego a la conquista.
Su partida me dejó tan desorientado como solitario. La necesidad de recuperar un vínculo con ellos me desesperó, pero jamás me convertí en su anunciador. Nunca me expuse a convertirme en un farsante oportunista. En cambio sus enseñanzas las he tratado de difundir únicamente con el ejemplo.
Cuando me trasladé al desierto del sur de Texas, para poner en práctica mi aprendizaje. Descubrí cuan sencillo era vivir, y cuan poco es necesario para lograrlo. Al olvidarse de las preocupaciones superfluas, la conciencia queda libre para buscar su natural relación con el todo.
Los místicos, saben que en la soledad se encuentra la comunión, pero ella no es el objetivo. Abandonar la soledad y el miedo es solo el principio.
Ahora experimentado un despertar, vivo descubriendo la amplitud que implican mis actos y empiezo a distinguir su trascendencia. No recuerdo que la vida haya sido más intensa. Algunos hablan de la infancia como la mejor época, yo he encontrado, que los descubrimientos que suceden mientras transcurre, le dan esa añorada característica a esa época. Pero el descubrimiento, para la conciencia que despierta, nunca termina.


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