LUCERO DE LA NOCHE. PRIMERA PARTE

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Hace muchos años vivió un joven emperador llamado Lucero de la Noche, al cual se le veía caminando por los jardines de su reino, con la cara triste y muy silencioso.

 

Cuenta la historia que el emperador gozaba de tanta admiración y respeto, que casi nadie le hablaba para no interrumpir sus horas de reposo, sus pensamientos y sus labores contemplativas. Los niños no se le acercaban y las mujeres no lo podían mirar a los ojos, para no cautivar su apreciable corazón, pues se decía que un hombre enamorado no podía gobernar.

 

Lucero de la Nochetenía muchas comodidades, pero se sentía solo y se aburría con frecuencia al no tener con quien jugar y hablar.

 

Un día hubo una gran fiesta en el reino y aprovechando la alegría de todos sus habitantes, ofreció los barriles de vino que tenía guardados para una fecha muy especial. Todos bebieron hasta saciarse aquella noche y apenas pudo escapar, el emperador salió huyendo de su pueblo.

El joven fugitivo logró internarse entre la maleza y caminando pudo llegar hasta la cumbre de una montaña donde pasó la noche. A pesar del frío y la soledad que le proporcionaba aquel lugar, el emperador no estaba triste, a decir verdad, ahora estaba más acompañado que antes, sentía la presencia de los árboles, los seres de la noche y el susurro del viento y lo más importante, era un hombre libre.

 

Así pasó hasta el amanecer. Los búhos se acercaban con cuidado, los lobos aullaban a lo lejos y las hojas parecían hablar. Lucero de la Noche no hizo más que pensar y pensar y pensar sobre la suerte que correría su reino sin él, pero en el fondo de su corazón, había tranquilidad y descanso, además confiaba en la labor de sus súbditos y guerreros en el oficio real.

 

A la mañana siguiente y después de mucho caminar, el emperador llegó a una aldea que se encontraba muy escondida y allí nadie sabía de él. Allí construyó su propia casa, pero esta vez ayudado por los pinos, quienes prestaban generosamente sus fuertes ramas, para que los hombres pudieran habitar. 

 

Lucero de la Noche se sentía un poco inseguro a veces, pero nunca pensó en volver, no cambiaría su libertad por todas las joyas del mundo, de otro lado, había heredado de sus antepasados conocimientos milenarios acerca de las plantas medicinales, hierbas aromáticas,

Frutas y alimentos, que era precisamente lo que ahora le ofrecía la naturaleza.

 

En pocos días, El joven conoció a una humilde anciana de la aldea, quien ignoraba por completo quién era el nuevo habitante, sin embargo se presentó como lo hubiera hecho con cualquier ser que apareciera, como símbolo de cortesía y hospitalidad y viendo que no tenía nada, le regaló unas sábanas para que se protegiera del frío, pues solo había podido llevar consigo, una canasta con un poco de alimento y dos túnicas blancas.

 

Los días en la aldea se hicieron cada vez más familiares para Lucero de la Noche, quien jugaba con los niños, subía a los árboles y por las noches, contaba cuentos e historias de emperadores y reinos. Así hablaba:

 

—Érase una vez un emperador que vivía triste y solo en su reino, porque no tenía amigos y no podía caminar descalzo por el suelo. El gobernante comía en grandes bandejas de plata y oro, las copas estaban siempre rebosantes de vino y los súbditos obedecían a sus mandatos. 

 

Los niños escuchaban sin decir nada.

 

—Mañana les contaré más sobre el triste emperador.

—agregaba.

 

Una tarde, la anciana amiga de Lucero de la Noche se enfermó y envió a su hija menor a la casa del nuevo aldeano, como le decían, porque nadie sabía su nombre. La muchacha le llevó una canasta de vegetales y un frasco de miel. Cuando llegó,Lucero de la noche estaba regando las flores del pequeño jardín.

 

—Disculpe señor, espero no interrumpir. —dijo. 

—No tenga cuidado, sólo estoy regando las flores. 

—dijo.

 

Cuando el joven emperador miró a la enviada, quedó prendado de su belleza, pero conservando la distancia y el pudor, no hizo más que inclinarse ante ella y recibir la preciada canasta.

 

—Mi madre no pudo venir, está un poco enferma, pero vendrá mañana como de costumbre. —agregó la joven.

—Quiero acompañarla y ver a su señora madre, tal vez yo pueda hacer algo por ella. —advirtió Lucero de la noche.

—Está bien. Vamos. 

 

Y se fueron caminando los dos, esta vez el gobernante seguía los pasos de la aldeana, rumbo a su casa. Caminaron varios minutos, mientras descubrían a cada paso el agua helada y los juegos de los niños y los pequeños animales del bosque.


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