De-generaciones perdidas

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Permítanme desviarme un tanto de la habitual ficción que suelo escribir en estos lares.

Es curioso cómo, hoy en día, ese nostálgico paradigma que tanto tiempo nuestros mayores han enarbolado como bandera de la experiencia por fin y para desgracia de muchos, finalmente se convierte en una realidad. Cualquier tiempo pasado fue mejor.

            Cierto es que nuestros padres y sobretodo nuestros abuelos tuvieron una infancia con muchas penalidades, muy pocos recursos y donde el acceso a la educación no estaba garantizado y era el privilegio de unos pocos. Aquellos que no tenían la suerte de poder hacer carrera, desde muy pequeños tenían que trabajar, partiéndose el lomo por un jornal muchas veces escaso. Sin embargo, algo bueno tenía esto si somos positivos: sabías lo que había y desde pequeño tu camino, más o menos, se iba definiendo en un sentido o en otro. Si te otorgaban el bien preciado de la educación, lo valorabas y te partías los cuernos por sacarle provecho. Si no, desde temprana edad aprendías un oficio y te labrabas un futuro más o menos duro pero definido.

            Hoy en día, muchos jóvenes, entre los que me encuentro, desearían tener esa oportunidad (siempre salvando todas las distancias necesarias). Miles de jóvenes que ya van dejando de serlo (vuelvo a encontrarme en este grupo) han invertido una gran parte de su vida en formarse y tener una educación porque (al menos hasta ahora) el acceso a la educación es mucho más fácil que en la época de nuestros mayores. Sin embargo, ahora se encuentran que en la inmensa mayoría de los casos son incapaces de ejercer de aquello en lo que se han formado, dándose cuenta algunos, debido a la escasa información y orientación que se les da, de que esa carrera que escogieron tiene poca salida, o que es muy interesante sobre el papel, pero sus posibilidades laborales son más bien  poco atractivas. Aquellos con la suerte y la convicción de haber escogido unos estudios o formación de su agrado en todos los aspectos lo tienen incluso peor, puesto que se dan cuenta que están amordazados laboral y económicamente en una sociedad que no les deja ejercer en aquello en lo que tanto tiempo e ilusión han invertido, porque simplemente no hay trabajo.

            Así, nos encontramos con una generación entera con una gran formación, pero que se encuentra perdida en una realidad que muchas veces resulta aterradora. Obligados a reciclarse, a seguir estudiando, a volver al hogar familiar por falta de recursos, a no poder permitirse el lujo de pensar a medio plazo (ya ni me atrevo a aventurar el “largo”) y sentirse inútiles y excluidos por no poder encajar en aquel modelo de vida que durante años les inculcaron por todos los flancos posibles.

            Llevamos años escuchando el dogma de la independencia económica. El conseguir cuanto antes unas metas prefijadas que nos permitiesen realizarnos como personas, crecer, vivir experiencias, comprarnos una casa (dos ya sería la ostia), un coche, formar una familia cuanto antes y trabajar todo lo posible para cobrar una buena pensión y envejecer tranquilos.

            ¿Cómo se puede sentir una persona a la que desde pequeño la sociedad le ha inculcado esos dogmas y que ahora no puede cumplir, aunque quisiese, ninguno de los puntos del párrafo anterior? La realidad es que no hay trabajo y que, aunque hubiese, con un crecimiento en España cercano a la pirámide invertida, difícilmente esta generación podrá jubilarse con tranquilidad.

Cabe preguntarse si la certeza de un camino medianamente marcado, por muy duro que sea, no es, quizás, un poco mejor que la más completa de las incertidumbres.


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