Tres días con Paula (parte IV)

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Día 3

              El domingo amanecí con Paula en mis brazos. Fue la mejor noche de mi vida sin sexo. Aunque me moría de ganas de estar dentro de ella, quería hacerlo de una manera menos física. Y lo logré, sentí que lo logré porque después de su habitual sonrisa por las mañanas, me besó un buen día. Cuando sus labios se posaron en los míos sentí una alegría salpicada de tristeza, un encanto empapado de melancolía. Todo cuento tiene un fin. Y el fin de este sería hoy, en pocas horas.

               Tal vez debí decirle cosas lindas, cosas que sentía para que cambiara de opinión por sobre la autoridad de su padre y se quedara conmigo. Obviamente estaba loco por ella. Mientras empacábamos, mi silencio lo conformaban cientos de ideas para que ella no se fuera lejos. El tiempo ahora era un enemigo y si ese era mi último día con Paula quería aprovecharlo al máximo. Almorzamos juntos en aquel balcón con el Misti de testigo. No recuerdo que comimos porque mi atención estaba en ella. La forma en que masticaba lentamente sus alimentos. El modo en el que sus manos recorrían sus cabellos despeinados por el viento arequipeño. Todo en ella, siempre digno de la memoria.

              El viaje en taxi hasta el aeropuerto fue bastante deprimente. Ella no podía dejar de observar a la gente por la ventana y yo no podía dejar de observarla a ella rodeada de su aura de tristeza. En el avión no intercambiamos más que sonrisas forzadas. Esta vez, era la primera que Paula me contagiaba algo que no sea alegría por montones.

           Cuando llegamos a Lima, me ofreció quedarme en su casa hasta el día de su partida. Y yo acepté sin pensarlo dos veces. Después de ver el mini-bar que tenía en su casa, le propuse tomar algo. Mi último plan sería embriagarla para que no llegara a tiempo a su vuelo. Y así bebimos whisky, vodka con jugo de naranja y piscos sours caseros que preparamos con lo poco de alegría que nos ofrecía la noche.

            Al día siguiente desperté en el sofá donde dormí por primera vez. Esta vez quien se encontraba en la  cocina era su padre. Luego de saludarlo me dio algunos sermones de relaciones pasadas y como cereza en el pastel me dio el número telefónico del psicólogo de Paula para que tratara mis “problemas de depresión”.

           Cuando llegué a casa no saludé a nadie y fui directamente a encerrarme en mi cuarto. Y lloré, lloré como un bebé cuando despierta solo en la oscuridad, no solo porque mi plan para retenerla había fallado, también lo hice por el hecho de que no pude despedirme de ella y ver por última vez esos ojos cargados de emociones que me llevaban al cielo cuando se concentraban en mí. Lloré además en silencio porque no quería que nadie sepa la razón de mi tristeza. Y al final, cuando los pequeños riachuelos de lágrimas desaparecieron, sonreí.


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