Cuando cierro los ojos la veo esperando en el andén del tren, con su abrigo a cuadros y su maleta marrón. Si me esfuerzo un poco puede definir bien su cara: piel pálida, pero no enfermiza, unos ojos grandes y marrones, color miel y unos labios carnosos, pero siempre temblorosos, como si estuviera a punto de llorar.
Ese día me estaba esperando y no fui lo bastante fuerte para salir a su encuentro. Fui un cobarde. No estaba preparado para partir a otro lugar, el que habíamos decidido para empezar juntos una nueva vida.
Mientras la miraba, sin que ella lo supiera, me di cuenta que ella se iría con o sin mí. Ella estaba dispuesta a marcharse lejos de este pueblo que la ahogaba.
Todos los días la recuerdo, cuando cierro los ojos. Y, cuando me vence el sueño, estoy con ella en ese lugar. Y soy feliz.
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