Sudores

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Una gota de sudor salado nace en su nuca, entre los cabellos del comienzo de su melena. Tiene una melena larga color sombra en la selva, es ese color exacto, el de la selva a oscuras por la sombra de unos árboles gigantes que entrelazan sus ramas en las alturas con la intención de ocultar al mundo sucio la magia que en ella se produce.
La gota comienza a descender deslizándose por su cuello. Puede que varíe su trayectoria porque su cuerpo no para de estremecerse, de moverse, de saltar. Ella sabe que quiero ver su cuerpo y me lo enseña, juega con él, juega consigo misma, juega con su piel.
La gota avanza al centro de la espalda, al maravilloso hueco que se le forma en la espalda, justo en el meridiano de su cuerpo, recorriéndola de arriba abajo. Llega a los hoyuelos del final, esos que asoman por encima de sus nalgas y muere, acabo yo con ella, soy yo el que termina con la gota colgándola de mi índice, posándola en la yema de mi dedo como se posa el colibrí en el aire, y cada uno de sus aleteos dura siete milenios. Siete mil años agarrado a la piel de su cuerpo desnudo.
Ahora con el dedo húmedo por la gota que recogí del comienzo de sus nalgas dirijo mi mano a su cara para acariciar sus labios. Seguimos moviéndonos como si bailásemos enganchados al placer, el placer de meter mi lengua en su boca. Ella sabe como tratar a los hombres y yo se como hacer brillar a las estrellas, como conseguir que las ninfas cierren fuerte los ojos deseando morir allí mismo de placer.
Ya están secos mis dedos y echan de menos a aquella gota.
El Tiempo no sigue el camino de siempre, se detiene, todo oscurece, avanza y aparece de nuevo su imagen.
Aguanto su cuerpo sin ropa sobre mí y recreo mis pensamientos en su piel dibujando en ella una orgía de sensaciones con las puntas de mis dedos. Mientras se acaricia el pecho se alonga a mi oído para susurrarme como susurra el sonido de las olas en el silencio de una playa nocturna. Me susurra “Fóllame” y me lame la oreja.


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