El Dios de los que quedaron

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En la cima del Tenog-Koh, mora el Dios definitivo de un mundo que ha trascendido, una humanidad que sobrevivió a cierto error fatal. Observa, impasible y con ojos estrábicos, la nada. De su boca abierta, mandíbula desencajada, que nunca se cierra, escurren enfermizos fluidos que llegan hasta las tierras agrestes, por los cuales los fieles seguidores se matan entre sí, con tal de un sorbo.

El mundo que ha perdurado es extraño, está muerto y no lo está, es —dicen los exacerbados prosélitos, afirmando paroxísticamente con la cabeza— el signo irrefutable de una promesa cumplida. Todos ellos lo celebran y lo cantan, lo repiten incesantemente, arrancándose las extremidades, triturándose los huesos, acompañados por el perenne y terrible gorgoteo universal, el único sonido emitido desde la garganta de Dios.

A todos estos individuos —pues algo conservan aun de individualidad— se les ve, no obstante la algarabía orgiástica, detenerse en ciertos momentos. Por algunos segundos se quedan viendo los unos a los otros, cubiertos de sangre y fluidos divinos, despedazados. Es en esos instantes cuando sus miradas se llenan de un profundo horror. Gritos de terror inundan el mundo entero, entre lamentos y lágrimas. Esos lapsos de revelación —cada vez menos frecuentes— hacen que el Dios del Tenog-Koh recomponga su mirada y la dirija hacia las tierras bajas. El espectáculo de genuino arrepentimiento y tristeza le resulta intolerable, y no lo permite. Súbitamente, las miradas de todos los que habitan el nuevo mundo comienzan a extraviarse de forma aberrante y sus mandíbulas se desencajan; así lo desea Dios. Un dolor que les recorre la medula los hace caer de rodillas. Minutos después todos están de pie. No hay lágrimas, no hay sangre ni tristeza, ni temor. La orgía de muerte vuelve a comenzar, al ritmo de la abyecta musicalidad del gorgoteo sagrado. Los ojos de Dios vuelven a desviarse, antinaturales. De su boca fluyen, más concentrados, los extraños fluidos sacros, más enfermizos, más cargados de melancolía. Una humanidad, que sobrevivió a cierto error fatal, lucha por un sorbo.


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