La Luciérnaga

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La Luciérnaga

Augusto Caputo Ortega

 

S

olo la luna era testigo de lo que pasaba. David estaba allí, entre los altos matojos sin saber dónde estaba, como se llamaba, de donde venía. Estaba inmóvil, recostado en el suelo de aquella larga y oscura pradera que escondía miles de secretos. Vio pasar una luciérnaga. Aquella majestuosa luz le iluminó la cara, y de pronto comenzó a oír el cantar de los grillos. Solo miraba hacia arriba, no podía levantarse, ni siquiera mover sus manos. Parecía que estaba hecho de piedra, una estatua, eso era. Sin embargo podía sentir como las hormigas caminaban por su cuerpo. No era una estatua, de eso estaba seguro. Oyó unos pasos, parecían animales, y luego divisó un gato que se acercaba hacia él. Un gato negro, se perdía entre las sombras, de a ratos lo veía y de a ratos se camuflaba con el paisaje. Una mujer se acercó a él. Parecía no notar su presencia, estaba hipnotizada por alguna extraña luz. Quizás la misma luciérnaga que vio pasar hacía rato. Voces, eso era lo que oía, personas que conversaban entre sí nombrando a alguien, hasta que un grito ensordecedor de aquella gente le hizo dar un sobresalto. Era llanto, esas personas lloraban por algo o por alguien, ¿sería él esa persona que tanto nombraban esas tres voces?, ¡cómo saberlo!, si se encontraba tirado en el suelo y apenas podía ver la luna porque las imágenes se deshacían cada tanto. De pronto, silencio y oscuridad, solo silencio y oscuridad, ya no había grillos, ya no había luna, ya no habían estrellas, ni flores. Ni siquiera lograba ver un simple nubarrón. Sintió como que se levantaba, y en esa oscuridad total logró notar algo. Un destello de luz, solo eso vio. Su cuerpo se había descongelado de aquel estado, y comenzó a seguirlo, sin saber que era, solo curiosidad.

Después de un largo rato salió de ese estado de ceguera. Y vio una luciérnaga, luego un conejo, después unas flores y, al final, logró ver el resplandor de un sol gigante, un sol que brillaba como ningún otro. Se sentía en paz, una paz muy fuerte, que nunca había sentido antes. Los sonidos de la naturaleza volvieron a despertar el sentido que había perdido, la audición. Y vio un hombre de blancos pelos que le decía: “Bienvenido David, pasa al Paraíso”. 


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