Pánico en el tren

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Se abrieron las puertas correderas a cada lado de la entrada dejando paso al tropel de viajeros, que se precipitaron sobre el andén del metro. Los que esperaban fuera subieron con celeridad al tren. Unos se abalanzaban sobre los escasos asientos libres para evitar la llegada anticipada de algún competidor. Otros oteaban y se iban distribuyendo ordenadamente en los espacios libres del vagón. Tras el entrecortado silbido de aviso, los batientes volvieron a juntarse y el convoy se puso en marcha. Una administrativa treintañera, apoyada en una puerta, miraba con una amplia sonrisa la pantalla de su teléfono móvil mientras movía rápidamente los dedos sobre ella. Un operario joven, pegado a un rincón, con un amplio cinturón repleto de alicates, destornilladores y otras herramientas, soplaba comprimiendo circularmente los labios con los ojos fijos en el techo. Una mujer ciega de mediana edad, ayudada por un viajero solícito, se acomodaba en un asiento. A sus pies, se sentaba su fiel lazarillo. El vendedor de unos grandes almacenes enfundado en un ajustado traje azul marino se sujetaba con una mano a una de las barras de seguridad. Pocas personas conversaban. En general, estaban abstraídas en sus propios pensamientos, ojeando el periódico, o mirando los archivos de sus teléfonos móviles.

Súbitamente, los altavoces crujieron a lo largo de todos los vagones. La voz metálica del conductor conminó: "Se advierte a los pasajeros que ha sido detectada la entrada en el tren de posibles carteristas. Vigilen sus pertenencias". Todo el mundo levantó la cabeza y, con aspecto concentrado, dirigió sus miradas inquisitivas de un lado a otro en búsqueda de los presuntos delincuentes, a excepción de la mujer ciega que, con la cabeza erguida, sujetaba firmemente el bolso contra su regazo. Tras un minuto de inútil barrido visual, los viajeros se desinteresaron en la indagación y adoptaron la actitud anodina habitual.

No transcurrieron más que unos pocos segundos; las luces se apagaron y la velocidad del tren disminuyó con brusquedad hasta parar por completo. Todo el mundo se quedó tenso, en silencio. La luz de los teléfonos móviles comenzó a brillar dentro de la oscuridad. El perro se levantó y se puso a ladrar con estridencia. Las personas más cercanas a él se apartaron de inmediato empujando a sus vecinos, que protestaron airadamente. -¡Oiga, me ha pisado! ¡Vayan con cuidado! ¡No se muevan! ¿Ah sí?, póngase usted a su lado.-

El nerviosismo se iba apoderando de los presentes. Sus ojos escudriñaban la penumbra, intentando localizar un peligro desconocido que podía abatirse sobre ellos en cualquier momento.

-¡Cabrón!-, gritó una mujer, apartando con los brazos a quien tenía a su alrededor.

-¿Qué hace, señora? Estese quieta.- Protestó uno de los supuestos cabrones.

-¿Que me esté quieta? ¡Has sido tú, desgraciado! ¡Me has metido mano!

- ¿Que yo le he metido mano? Ja. Qué más quisiera usted, marujita.

La mujer, indignada, le lanzó una tremenda bofetada. El hombre, defendiendo su inocencia, se la devolvió. El contraataque tuvo su respuesta y ambos se enzarzaron en una furibunda pelea, que algunos intentaban evitar cogiéndoles los brazos, y la mayoría rehuía apartándose a un lado.

-¡Maricón!- Gritó un hombre dando un violento empujón a otro hombre que tenía cerca y fue a golpear contra una mujer.

-¿Yo, maricón?- respondió el empujado.-

-Sí, alguien me ha tocado los huevos y tú eres el único hombre que tengo cerca.-

-Pues yo no he sido, capullo.- Devolvió el empujón.

-A ver, ¿por qué coño tiene que haber sido un hombre y no una mujer?- dijo la mujer golpeada por el hombre empujado.- Siempre igual..., machismo, homofobia...

- Porque es lo habitual y corriente. Las mujeres no hacemos esto, por muy feminista que te creas y tú lo digas.- Protestó la esposa del toqueteado.

-Cállate, reprimida. Una mujer puede hacerlo perfectamente.- Replicó la aludida.

-Entonces, has sido tú. ¡A mi marido sólo lo toco yo, puta!

La esposa ofendida se lanzó rabiosa contra la mencionada puta, que repelió el ataque con bravura. Ambas terminaron en el suelo, pisoteadas por el declarado heterosexual agredido y el putativo homosexual agresor, que andaban a puñetazo limpio uno contra el otro, ajenos a la discusión de las dos mujeres. Hubo una estampida de pasajeros que salieron corriendo en dirección al vagón contiguo a través del pasillo que unía a ambos. Iban a ciegas, dando trompicones. Los teléfonos móviles con los que emitían alguna luz caían de sus manos y se iban apagando. La oscuridad aumentaba por momentos. Los gritos se intensificaban. Las discusiones se multiplicaban. En algún lugar, una mujer sacó un espray de autodefensa y roció a un virtual agresor para protegerse de un ataque inminente. Daba vueltas sobre sí misma con el dedo petrificado en el obturador para deshacerse de todo peligro contra su persona. El gas irritante impregnaba el aire y producía asfixia en quien lo inhalaba. La histeria se apoderó de los cautivos viajeros, que intentaban escapar de su encierro a fuerza de golpes y empujones.

Tras largos minutos de caos absoluto, unos destellos intermitentes de luz hicieron su aparición y el tren quedó otra vez iluminado. Un espectáculo desolador apareció en la pantalla de vigilancia del conductor, que puso en marcha el tren de inmediato. Al llegar a la estación, abrió las puertas y los viajeros salieron en desbandada hacia el andén ante la mirada atónita de quienes estaban esperando. Dentro, permanecían algunos hombres y mujeres malheridos, unos sentados sobre los asientos, otros tendidos en el suelo. Un niño de unos diez años yacía pisoteado con la cara ensangrentada. Su madre, arrodillada junto a él, gimoteaba con la mirada extraviada. Un chico ataviado con la camiseta de un equipo de fútbol de la ciudad, estaba inmóvil en un rincón abatido por los golpes que un seguidor del equipo rival le había propinado.

Entre la confusión, alguien exclamó: -¡Me han robado la cartera!- La atención de los que deambulaban desorientados intentando volver en sí y recuperar la calma se dirigió entonces hacia sus posesiones, comprobando que la gran mayoría había sido objeto de algún hurto. Carteras, monederos, bolsos, móviles y otros objetos habían sido sustraídos. El aviso del conductor del tren resonó en su memoria.

-Increíble, cómo es que dejan que unos carteristas anden sueltos por el metro.- Comentó un hombre con aire de dignidad.

-Sí, es una vergüenza ¡Gentuza! Deberían estar todos en la cárcel.- Asintió una mujer hurgando nerviosa el interior de su bolso. A su lado, una chica sentada en el suelo con los cristales de sus gafas clavados en los ojos pedía ayuda angustiosamente con un brazo levantado.

La televisión dio cumplida noticia: "Una avería eléctrica ha ocasionado un apagón y la parada de un tren en el metro de Ciudad Serena cuando se hallaba en pleno trayecto. El pánico ha cundido entre los viajeros y se ha formado un tumulto, todavía no esclarecido, que ha ocasionado decenas de heridos de diversa consideración y un muerto. En estos momentos se está buscando a un grupo de carteristas por diversas agresiones sexuales realizadas a los pasajeros y haber sustraído sus pertenencias. Asimismo, las autoridades están intentando identificar a un operario desaparecido, sospechoso de haber dado muerte a un hombre que fue hallado con un destornillador clavado en el cuello."

Rufus


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