Rollito

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Un maldito cerdo degollándose a sí mismo sobre la mesa del almuerzo: “cuatro patas bien, dos patas mejor”. La corbata impregnada de ese líquido rojizo y traslúcido como la primera regla de una prepúber, afanándose en no dejar la vida intentando sujetarse a sus escasos segundos baldíos a golpe de colmillo, cuchillo, pezuña… los cerdos nacen con un rabo retorcido porque sueñan en catapultarse con él hasta fuera del lodazal: no luchan, no riñen, no pretenden, no pelean, simplemente esperan a que su cola los salve de la inevitable suerte del cochino en este país adicto a la sangre entripada, a las chuletas maceradas en mojo y ajo –el aliento de la cornucopia sabe salado, la avaricia es tan agria, agita tanto el alma a través del estómago como la primera mamada disparando la ninfomanía-,incluso el morro se devora envuelto en su propia gelatina… así es el cerdo, soñando con escapar del agua ennegrecida con sus propias heces, el excremento del status quo a precio de libertad, hipotecar el libre albedrío obedeciendo al cochinero quien con una mano lanza el pienso con la otra esconde el cuchillo que les devanará la yugular… al cerdo no le preocupa, solo quiere la barriga llena, disfrutar de sus orgasmos de media hora –malditos hijos de puta con suerte- y pudrirse el cuero segundo a segundo con insaciable autodestrucción tomando el sol en las granjas cochambrosas de viejos sin alma que arrastran a los cabritos por las patas hacia el matadero, las parten sin querer, sin importarles, se quiebran, es solo un animal a punto de matarse, comida en potencia… nadie se siente mal cuando corta un filete sobre el plato… el plato/la granja, la vida/la muerte… simples diferencias prácticas, no esenciales… los cochinos se conforman con la autodegeneración, con el espíritu corrupto en el barro de la conformidad, incluso de tarde en tarde una buena ducha cuando la mujer del mauro se harta del hedor jediondo de los puercos, los rocía en agua porque no soporta más los vapores, no te confundas: a nadie le preocupa el bienestar de un cerdo.

           Así es el cerdo, humillado, permisivo, dócil, todo sea por unos cuantos cubos de fruta podrida y pienso, algún manguerazo distraído que les recuerda su naturaleza repugnante y en días de suerte alguna bellota, incluso una trufa si están destinados a ser patas negras… qué triste: incluso en esto de las vejaciones existen escalas, clases, pirámides… supongo que el cochino que va a travestirse en choped le lame el coño a la reina de jabugo… qué triste…

           Así es el cochino… así es él, cubierto de salsa agridulce hasta la bragueta, como paño su corbata, esa horca anudada por diez años en la oficina soportando jefes ineptos, secretarias calientapoyas, clientes déspotas, todo vale, todo cuenta, todo se acepta por la comisión de abrir una nueva hipoteca, doce seguros de vida le añaden un 14% a final de mes en la nómina, si le consigue diez clientes nuevos a la sucursal antes del fin de la jornada le regalan una estancia en aquel hotel del sur con su puta, su jacuzzi, su balneario… toma cerdito, toma un poco más de barro para henchir el ego de tu podredumbre: si incluso todo un dios patoso dejó que se cepillaran a su hijo por la vanidad de demostrar quien es el jefe… todo un dios… ¿a caso eres mejor que el señor? La soberbia le pone el culo como un tomate de ensalada a las más grandes divinidades: ¿qué no hará con un maldito cajero de banca con micropene, macrobarriga, desilusionado, bañado en sudor de burdel, dinero de sangre, su cabeza a un kame-kame-ha de fusionarse con el ojete del director? El peor problema de los cerdos es que nunca se huelen a sí mismos.

           Además come con palillos, el único del restaurante chino que lo hace, incluso los sobrinos del dueño se alimentan con tenedor y cuchillo, pero él debe marcar la diferencia, comer con palillos, pagar una cuenta de 14 con un billete de 100, tomar gambas a la plancha que odia renunciando a ese pollo en salsa de ajo que le pirra… joder: creo que los únicos palillos chinos que he utilizado en mi vida fueron para rascarme el interior de las orejas mientras me tocaba una gran paja, la mejor de mi vida, ni siquiera la mejor mamada superó a ese gran pajote… Torpe, inútil, la mitad de la comida se le cae de nuevo al plato, esa salsa se le escurre por el gaznate cerdil mientras se acerca los rollitos al hocico con esos dos palos ridículamente cónicos, pero ¿a quién le importa la suciedad qué le preocupa mancharse con un poco más de mierda? ¡Es el único blanco comiendo con palillos! ¡Ni siquiera los chinos lo hacen! El flotador del miserable se llena con un par de suspiros débiles.

 

-¿Qué va a querer?

-Un rollito, Li, con mucha salsa aparte, por favor.

 

            Llevo tres semanas viniendo a diario al restaurante, nunca me he llevado otra cosa que no sea un rollo de primavera y el chino siempre me pregunta que voy a querer: un cliché o una coletilla, supongo, como cuando yo mismo curré en un restaurante e incluso a mi esposa de la época le decía “a ti” cuando me daba las gracias hasta por un vaso de agua. No es que me encante la cocina asiática, es una cuestión de simple dinero: acabo de empezar como extra en un bar, cobro 64 euros por semana, 150 se van para el alquiler –vivo con siete peruanos… sí: yo soy su Blanca-nieves-, 40 en cervezas, vino y agua –el líquido es sustento de vida-, 15 para llamar a mis padres, mi hermana -la soledad no distingue un abrazo íntimo de una voz a quilómetros viajando por el plástico de un tubo construido en base al óxido y la electricidad- y de los 51 euros restantes apenas me queda para el trasporte, invitar alguna chica a café, condones, poco más, así que mi solución para estar bien alimentado, lo justo para solamente morirme un poco, fue ese rollito de primavera del señor Li, 1.20 incluyendo la salsa: verduras, carne y hasta un poco de sabor con ese líquido color rojo-poya-de-perro como decía mi amigo Nacho el cómico… todos los valores nutricionales básicos enfundados en el hojaldre congelado a miles de millas y frito a cincuenta metros de mi propia casa: ventajas de vivir en la época de la “máquina expendedora” supongo… Recuerdo el día en que el señor Li me ofreció dos menuses completos a diario –almuerzo y cena, hasta me hubiera sobrado para el desayuno- a cambio de que se la chupase cada diez días, tres al mes… rechacé, pero sin sentirme ofendido: yo ganas de comer, él de correrse, consideró que es un trato justo en este mundo donde hasta los coños pueden comprarse por catálogo, pero no acepté, porque al fin y al cabo morirse de inanición es mejor que convertirse en una puta… después de todo yo nada más que soy un desgraciado, no un miserable encorbatado comiendo con palillos chinos.


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