ENCADENADOS

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Markov nació defectuoso: posee alas. Al igual que todos los que nacieron con algo diferente, fue encadenado a los pocos meses de vida. Muchos años después se había convertido en un hombre, pero jamás le permitieron volar.

Una mañana como todas, mientras bebía cabizbajo su café, el hombre alado recordaba la última vez en que le sacaron sus cadenas para un nuevo ajuste. Añoraba esos breves momentos en que podía estirarlas, abrirlas y sentirse a sí mismo.

-No olvides que hoy iremos a cenar a la casa de mis padres -interrumpió su mujer.

Markov no lo había olvidado; él no tenía ganas de ir, pero ella no escuchaba los desesperados gritos de su silencio.

La esposa que le fue asignada por la ley habló sin parar durante todo el desayuno. Markov siempre envidió la capacidad que tienen algunos de asentir sin escuchar, de hablar sin decir nada; pero él no era así, él registraba cada palabra.

En su trabajo las cosas no mejorarían, las miles de personas allí adentro ya no tenían fuerzas ni para simular un saludo. Entró lentamente debido a las pesadas cadenas que sujetaban sus alas y a la incomodidad que le ocasionaba tenerlas ajustadas por su atuendo para disimularlas, tal y como se lo dictaminó la ley.

Su único amigo allí era Yuri, quien también nació defectuoso: posee piernas de guepardo. Desde pequeño tuvo la habilidad de correr más rápido que cualquier otro ser humano, pero al igual que Markov, estaba encadenado.

Había fuego en la mirada de Yuri. ¡Si tan sólo pudiera soltarse por un momento! Sólo eso bastaría para que nadie lo alcanzase, nadie en el mundo.

No pudieron detenerse a conversar, pues el fantasmal jefe los mandó muy pronto a sus tareas. No se dirigió a ellos mediante palabras; sus infectas fauces exhalaron un eco cavernoso, producido en el vacío en donde debió haber estado su ausente corazón.

Markov se sentó en el mismo puesto de todos los días. Su trabajo consistía en doblar eslabones metálicos, los cuales formarían cadenas para sujetar a personas con miembros excepcionales, como él y como Yuri.

Esa tarde a la salida del trabajo, mientras soñaba con desplegar sus alas y desaparecer para siempre, chocó con alguien:

-Perdón -dijeron a unísono.

Levantó la mirada y vio a una mujer joven; jamás la había visto antes, pues de otro modo la habría recordado.

-Estaba distraído y no te vi - dijo él - Mi nombre es Markov, trabajo en la sección H1 de doblaje de eslabones.

-Un gusto, Markov -dijo ella-. Mi nombre es Elena. Trabajo en la sección B8 de confección de pinzas, tú sabes, las que se usan para abrir y ajustar esas malditas cadenas.

La palabra "malditas" sonó como una bendición; Elena era especial.

Markov recreó el encuentro en su mente durante todo el día, incluso seguía chocando con ella mientras se dirigía a la casa de sus suegros.

Ingresó al comedor con el cuidado de siempre, era muy difícil esquivar los invisibles adornos mal ubicados en aquella habitación. Allí todo era blanco, no sólo el techo, las paredes y el suelo, también lo era la mesa, las sillas y hasta los vacíos floreros.

"¡Qué ganas de abrir mis alas y batirlas para romper todos estos malditos adornos!"

Markov sonrió luego de que su pensamiento le recordara a Elena por alguna razón.

La conversación durante la cena fue indigerible. Utilizando el dialecto universal, su mujer y sus suegros enunciaban oraciones y hasta párrafos enteros. Él registraba cada palabra, no eran muchas, sólo las pocas que aparecen en el pobre diccionario del dialecto universal.

-Me gustaría quedarme más tiempo, pero no me siento bien -dijo Markov, quien no podía seguir evadiendo las preguntas con onomatopeyas.

-¿Te aprietan tus cadenas? -preguntó su mujer.

"Siempre me aprietan las cadenas, ¿qué clase de pregunta estúpida es esa?"

-Sí, estoy cansado y necesito acostarme -dijo él.

Sus suegros lo despidieron con sonrisas tan falsas que les causaron dolores en sus rostros.

El día siguiente comenzó exactamente igual: el mismo desayuno con su mujer, los mismos saludos fríos con sus compañeros de trabajo y el mismo intercambio de sonrisas tristes pero cómplices con su amigo Yuri; pero también aquella sombría jornada sería iluminada por Elena.

-Tengo una sorpresa para ti -dijo ella-, robé una pinza. Intenté usarla pero no tengo suficiente fuerza.

-¿Te refieres a que tú también estás encadenada? ¡Lo sabía! ¿Qué tienes?, ¿piernas de guepardo, dedos palmeados, aletas de tiburón?

-Tengo alas, al igual que tú. Yuri me contó que posees unas enormes alas de águila, las mías son de cuervo.

Juntos se fueron a un desierto alejado de la contaminada ciudad y, una vez allí, Elena se quitó la ropa. Poseía unas preciosas alas negras con un tono azulado, tan bellas que ni el evidente dolor muscular las eclipsaba. Sus venas estaban oscuras e hinchadas debido a la presión que ejercían los grilletes, y su sensual espalda presentaba grandes hematomas.

-Toma, libérame.

Markov sujetó la pinza y miró a la hermosa mujer, sus ojos jamás brillaron tanto.

Al liberarla, ella comenzó a expandir y a agitar sus córvidas extremidades. Pronto sus pies se despegaron del suelo.

Elena voló alrededor de Markov mientras reía con locura, luego descendió y abrazó a su nuevo amigo, dejándolo inmovilizado por la emoción.

-Tu turno.

-No sé si seré capaz de lograrlo -dijo Markov.

-Siempre piensas sin actuar, ¿verdad? Actúa sin pensar, sólo por esta vez.

-Pero mis músculos pectorales y supracoracoideos deben haberse atrofiado.

-Escúchame -dijo Elena- ¿Has mantenido tu pensamiento crítico?

-Sí -dijo él.

-¿Aún tienes imaginación y sueños?

-Sí.

-¿Conservas tu sentido del humor?

-Sí.

-Pues tienes todo lo necesario para volar -dijo ella-. Eres libre ahora. Eres tu propio pozo.

Markov reflexionó por un instante y luego abrió sus cadenas con la pinza.

-¿De veras crees que podré lograrlo?

-Confío ciegamente en ti.

Bastaron esas cuatro palabras para que él desplegara sus soberbias alas. Sus músculos pectorales y supracoracoideos se tensaron; su magro y vigoroso físico era imponente.

Comenzó a batirlas mientras el sol se filtraba entre las puntas de sus plumas. Ella contemplaba absorta sus colores, los cuales cubrían el espectro entero de las montañas.

Markov y Elena se miraron a los ojos en silencio y luego se elevaron juntos por los aires. Dicen que jamás volvieron a pisar la tierra.

 

 

Autor: FEDERICO RIVOLTA


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