Madrid

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Inés salió de casa pronto. Llevaba una falda verde, una camiseta blanca y un bolso de tela grande, de esos que cogen la forma de lo que llevan dentro. El libro que metió en él chocaba con su cuaderno, y con un par de pilots negros que andaban desperdigados por el fondo. La cinta en el pelo le daba ese aire hippy con el que se sentía tan cómoda. Estaba feliz, y se notaba. Cruzó un par de sonrisas con un chiquillo que de dio propaganda de una tienda de discos y con una mujer que le preguntó cómo llegar a la calle Arenal. A Inés le gustaban esos días de fiesta entre semana, esos días que no eran de nadie en los que las calles tienen otro color.

Se sentó en una terraza y pidió un café, le gustaba sentir el sol en las mañanas limpias que te regala Madrid. Y allí sentada, con el café entre sus manos y concentrada en su aroma, le vio. Al principio no le dio importancia, parecía un anciano como tantos otros, de esos que te encuentras en las mañanas soleadas paseando por el centro. Iba con un periódico bajo el brazo, bien vestido, y andaba tranquilo. Se acercó sin prisa a la terraza de Inés y pidió un vino. A ella le gustó la placidez que desprendían sus maneras. Disfrutaba de su vino y de la charla con el camarero. Su risa era franca, de las que reconforta oir. Sorprendió a Inés mirándole y elevó su copa a modo de saludo. Ella le devolvió una sonrisa.

Volvió Inés a su cuaderno y el anciano a su vino, mientras una brisa fresca y limpia jugaba con las sillas y Madrid seguía ofreciendo vida.


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