La pasante

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Apoyaba su torso sobre el escritorio, aunque me dejaba tocar sus tetas; mientras se ponía en puntillas para que pudiera penetrarla mejor desde atrás. Me fascinaba ver aquellas nalgas redondas, esa cintura de pera y el inicio de la espalda que tapaba la blusa ya arrugada.

Con los jeans a la cadera se dejaba coger a deshoras, todos los días. Si no sencillamente me relajaba con un oral debajo de mi escritorio. Tenía apenas 21 añitos y se dejaba poseer por éste viejo de 40.

Nunca me hubiera imaginado lo ardiente que era, tras aquella cara angelical. Ni mucho menos que se entregaría a mí, cuando apenas habíamos cruzado palabra. Era chiquilla, casi de la edad de mi hija mayor, pero de un apetito grande. Cabello largo hasta la cintura, delgada y con una cinturita de avispa, tetas descomunales y labios carnosos.

Me dí cuenta de que buscaba algo porque constantemente veía hacia mi oficina, pero al principio me lo negué. Yo tan jefe y ella tan chiquita, qué va estar fijándose una chiquilla casi recién salida de la universidad en un hombre ya hecho y derecho.

Comencé a buscarle conversación esporádica para sondearla y poco a poco fue ganando confianza. Un día entró a despedirse, me dio un abrazo y me pegó sus ricas tetas en mi pecho.

Se volvió rutina: al llegar e irse todos los días, había besitos en las mejillas y restregada de tetas. Yo no me quejaba, pero aún dudaba. Sin embargo aprovechaba de tomarla por su cintura y apretarla contra mí.

Todo se aclaró un día que tuvo que rendirme cuentas de no recuerdo qué tarea asignada. Trabajamos largo rato, hasta tarde. Y cuando iba a marcharse se levantó y alzó los brazos como para estirarse y relajarse, dejándome ver un primer plano de sus enormes tetas. Al ver mi cara, me preguntó con desenfado: “¿Te gustan? ¿Las quieres ver sin tanta tela?”

Me las mostró y la verdad eran bellas: grandes, pero con un pezón rosado perfecto y abultadito. “¿Te gustan? ¿Te las quieres comer?”

Y dije que sí. Así que ese mismo día me las comí y ella luego me comió a mí y me dejó regarlas con mi leche.

Al día siguiente volvió a mi oficina, pero esta vez se quitó los pantalones. Así que lo que me comí y regué fue otra cosa.

Y se volvió rutina. Todas las tardes, luego que se iba el último empleado del piso, mi bella pasante era mía.

Estuvimos así 6 meses hasta que logró titularse. A las semanas se casó con su novio de la universidad. Y después de la luna de miel se reintegró al banco, pero ya con cargo fijo, que le ayude a gestionar.

Ya no volvimos a juguetear en las tardes.

Fue asignada a otro departamento y debió hacerlo muy bien, porque su jefe pidió su promoción de Analista a Jefe a los seis meses. “Trabaja muy duro y hasta muy tarde todos los días conmigo”, fue la explicación que me dio el colega un día que me topé con él en el ascensor.


Yo sólo sonreí.


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