La muerte nunca encontrará tu escondite en mi corazón

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 Leo no pudo escuchar lo que el profesor le decía, con solo dirigir su vista hacia él había conseguido transmitirle la temida noticia y se maldijo por haber cumplido ese día la norma del instituto de desconectar los teléfonos móviles durante las clases. Sacó a trompicones su móvil de la mochila y leyó uno de los  mensajes que su madre le había enviado durante la mañana. Dio un salto de la silla, metió la mano en la bandeja  del pupitre de Alejandro para coger las llaves de su moto y arrancó el casco que colgaba del respaldar de su silla. En menos de dos minutos ya estaba sorteando coches camino al hospital.       

    Le pasaron mil cosas por la cabeza durante el trayecto pero no podría recordar ni una, tan solo la certeza de que nunca había sentido tanta prisa  en toda su vida. El sol simétrico de mediodía, justo sobre su casco, empezó a sentirse amenazado por un ejército de pequeños nubarrones grises, casi negros, que aparecieron como una avanzadilla del ejército que se avecinaba. El viento apareció de súbito,  anunciando, según la mitología griega, que Zeus, el dios del cielo, es quién gobierna estableciendo el orden, la justicia y el destino de todo el universo. Si Leo hubiese sido un ciudadano de la antigua Heliópolis podría haber leído  en aquel lienzo celestial el mensaje divino de Zeus y la intervención directa  de Hermes, su fiel y enigmático mensajero encargado de guiar las almas de los muertos con su sombrero de ala ancha y sandalias aladas.

  Ajeno a las divinas empresas, mortal e insignificante,  Leo giraba todo lo que podía su muñeca forzando el acelerador.

        Dejó la moto en la puerta de urgencias junto a una ambulancia que en ese momento estaba con las puertas traseras abiertas y de la que bajaban apresuradamente a una joven en camilla que iba mal acompañada por un tubo que se adentraba en su garganta para ayudarle a respirar. Justo cuando pasaba a su lado la chica extendió enérgicamente su mano y agarró a Leo por su chaqueta. Parecía suplicar ayuda. Leo vio el miedo en sus ojos y lo sintió como suyo, pero no se detuvo.

   Leo miraba a su querido abuelo moribundo vencido en la fría cama y rompió a llorar sin alterar el silencio que reinaba en la habitación. Cogió su mano y la besó apretándola contra su nariz. En ese momento Dº Arturo abrió levemente sus ojos y giró  la cabeza  hacia el lado donde Leo, tapándose  completamente la cara con  su mano, dejaba entrever sus vidriosos ojos. Se miraron en silencio durante más de un minuto y finalmente el viejo movió su otra mano invitándole a acercarse a sus labios

-         Abuelo, no te preocupes, seguro que sales de esta y dentro de poco vuelves a casa….-dijo Leo con la voz entrecortada por un  llanto cada vez más ruidoso y expresivo-

        Dº Arturo respiró lo más profundamente que pudo y habló con pausa a su nieto al oído:

-         Mi pequeño Leo….estoy muy orgulloso de ti… Te quiero tanto.

Cuando pienses en mí, hazlo con una sonrisa. Nada entre nosotros podrá ser nunca triste.

La muerte nunca encontrará tu escondite en mi corazón.…

 

         Fueron sus últimas palabras.


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