Marston

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           En el pueblo mexicano de Escalera, los pobladores intentábamos retener la horda de muertos vivientes que buscaban por todos los medios matar a los pocos sobrevivientes. Era el ocaso, hombres y mujeres peleaban desde los techos de sus hogares. Alrededor, el fuego se abría paso por entre las chozas menos afortunadas.

            Hombres y pistolas, zombis y fuerza inhumana. Era cuestión de tiempo, el pueblo de Escalera caería como lo hicieron noches atrás: Barranca, Chuparosa, Tesoro Azul y hace pocas horas, como dijo Jeremías Pérez, el pequeño pueblo de Nosalida. Los mejores pistoleros mexicanos no podían retener a más de cincuenta zombis alrededor; quizá lo lograrían de tener más munición, pero los disparos certeros a la cabeza no eran su especialidad.

Primero caían las mujeres, gritaban y lloraban pero en cuestión de segundos desaparecían entre manos y cabezas descompuestas. Luego los niños, débiles y sin la astucia suficiente para mantenerse en silencio; se delataban poco antes de que los zombis acabaran con ellos. Por último los granjeros y pistoleros –en realidad ambos eran lo mismo–, estos estaban acostumbrados al trabajo duro y su resistencia e ingenio los mantenía a salvo. En total, en Escalera quedaban doce hombres y una mujer.

Cuando José López quedó sin municiones, intentó atraer la atención de los zombis, estos eran lentos y con un poco de velocidad y agilidad, era fácil superarlos; sin embargo, eran muchos más y eran más fuertes. No tardaron mucho en acorralar al pobre José. Ya lo dábamos por muerto. De pronto los zombis empezaron a caer al suelo como si se los golpeara con un martillo por la espalda. Era John Marston, el vaquero americano que se rumoreaba, venía liberando a varios pueblos de la muerte anunciada.

Marston llevaba el cabello largo, tenía una cicatriz en el pómulo derecho, posiblemente obra de un corte. Llevaba botas negras y sombrero de cuero; el atuendo clásico de un vaquero yanqui. Traía dos bandoleras cruzadas sobre el pecho, dos pistolas doradas y un par de escopetas, también doradas, sobre la espalda. Su caballo llevaba el cabello dorado, como el dorado que ahora adornaba el cielo nuestro, en este ocaso infernal. Pero este caballo era portentoso, quizá era un Saddler de Kentucky. Los caballos americanos, por lo general, consumen otro tipo de alimento; es por ello que sus biotipos resultan más macizos que nuestros caballos.

Marston liberó a José López de su infierno, luego descendió de su caballo y a dos manos empezó a llenar las cabezas de los zombis con balas. Tenía mucha más destreza que en las historias y rumores que escuchamos de los pueblos más lejanos. Golpeaba y disparaba al mismo tiempo, era un guerrero nato en su hábitat. Aún pienso que disfrutaba de hacer eso. En su expresión no podía encontrársele el miedo. Recargaba su arma en cuestión de un par de segundos. Luego volvía a la carga otra vez. Marston daba vueltas por el pueblo mientras los zombis lo perseguían. Luego sacó una pequeña y gruesa botella de su bolsillo, la lanzó a una distancia considerable y corrió hacia esa dirección. La docena de zombis detrás lo persiguió y quedaron justo donde el líquido impregnaba el suelo. Marston entonces sacó un cartucho de dinamita, lo encendió y lo lanzó hacia donde el tumulto de muertos caminantes se encontraba.

Así fue como liberó Escalera de los zombis. Todos le agradecimos entre aplausos gritos y exclamaciones netamente mexicanas pero Marston no nos miró siquiera. Caminaba por entre nuestras casas y abría cofres que no reconocíamos. De allí extraía municiones de todo tipo: desde balas de revólver hasta cartuchos de dinamita. Entró y abrió unos cinco cofres de cinco casas distintas, mientras nosotros lo observábamos y nos mirábamos unos a otros intentando descifrar lo que hacía.

Entonces Marston lanzó un silbido y su poderoso Saddler se posó frente a él. Marston lo montó y extrajo un mapa de un bolsillo. Lo observó durante unos segundos y luego de devolverlo a su bolsillo, empezó a cabalgar hacia el Oeste.


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