LA MAESTRA

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            Ella sabía que si miraba hacia atrás le resultaría doloroso, pero no porque no fuera feliz  en aquella época, sino porque no podía continuar su camino. Era una mujer con carácter. Mantenía la disciplina en el aula. Se daba a respetar y respetaba. Y lo más importante de todo, sus alumnos la adoraban.

            Si alguna vez alguien le hubiera preguntado cuál hubiese sido su profesión, ella habría respondido una y mil veces, “ser maestra”. ¿Una sonrisa para un trabajo tan ingrato y desagradecido? Siempre pensó que no había fórmulas mágicas en cuestiones de educación, pero tenía claro que a los niños o a los jóvenes había que tratarlos con amabilidad y cariño. Y así lo llevaba a la práctica y ellos le correspondían con el mismo trato. “Es como un boomerang”. Su única preocupación era que sus alumnos fuesen felices y que acudieran a clase con alegría. No los miraba por encima del hombro. No los trataba con indiferencia. Siempre escuchaba lo que tenían que decir. Sabía interpretar cuando estaban tristes, desilusionados o, incluso, cuando estaban contentos y eufóricos. Decía que un niño tiene cientos de caras dependiendo del momento y del día y que hay que saber interpretarlas porque ellos también piensan, sienten, se preocupan, lloran, quieren…Una sonrisa, una mirada llena de comprensión era capaz de motivarlos y subir su autoestima, el motor para que trabajasen y se esforzaran. Se preocupaba de que fueran queridos y respetados porque así eran felices y procuraba que lo fueran, que ya la vida se encargaba de ponerlos en situaciones apretadas y difíciles cuando fueran mayores. Ella era un poco maestra, un poco madre, un poco amiga y un poco sicóloga. Y nos quería a todos tal y como éramos con nuestros defectos y nuestras virtudes.

            Yo, ahora que también soy maestra le pido a Dios que me ilumine para seguir el ejemplo de aquella gran persona que me enseñó cosas de lengua y también a ser lo que hoy soy. Y por eso le estaré eternamente agradecida.


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