Forjado en la adolescencia

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Impotencia, eso es lo que le embargaba. Una incapacidad consciente de alterar el destino, seguro de su inseguridad, condenado a sufrir durante años. No es que no tuviera momentos de felicidad, que los había y aprovechaba como si fueran los últimos de su vida, tal era su ansia de disfrutarlos. Lo único es que eran más escasos de lo deseable para su edad o, en general, para cualquier ser humano. Quizá eso lo hiciera más fuerte, crecer ante la adversidad, aunque lo desconocía por entonces.

 

Los amigos eran pocos y, el contacto con ellos, esporádico. Hasta que poco a poco fueron dejando paso a la soledad más cruel. Aquellos encuentros fueron poco productivos, porque el tiempo empleado se dedicaba al juego. Prácticamente no se hablaba o comentaba algún aspecto de interés que le hiciera formarse una mente analítica en un entorno distendido, y no con el rigor académico al que acudiría más tarde. Se veía un futuro prometedor, sí, porque así debía ser si se tenía aún un atisbo de esperanza. No obstante, era cuestión de cara o cruz, nacer con estrella o estrellado.

 

Fue en aquellos duros años cuando se forjó su desprecio más absoluto hacia él. Después llegaría, al fin, el enfrentamiento. David contra Goliath. Ninguna posibilidad, si excluimos la fantástica, irreal o absurda. Para ambos fue una victoria, pero era evidente que uno de los dos erraba. Los dos impusieron su voluntad y cada cual ganó el derecho a disfrutar de su parcela. Ningún punto en común. Cada uno por su lado. Esa era la única solución posible, la menos traumática. Se había forjado el hombre, a golpe de martillo contra el yunque. Empezaba una nueva vida dejando atrás años de sacrificio que, a la larga, serían totalmente improductivos, nulos, perdidos e irrecuperables. Debía pasar página y encarar el futuro, renovado, sin temor, porque había vencido una gran batalla. Vendrían otras, seguro, aunque ahora era otro, y eso no le preocupaba lo más mínimo.

 

Pasados los años, afloran aún por su mente aquellos importantes momentos. No se arrepiente de nada porque cree firmemente que hizo lo correcto en el momento adecuado, ni antes ni, por supuesto, después. Y todavía es incapaz de comprender como una persona puede ser tan terca durante tantos años de su vida, no sentir el más mínimo remordimiento, la duda más razonable, de que pudiera estar equivocado, de la posibilidad de recular. Dejaron de hablarse hace muchos años y puede que jamás vuelvan a hacerlo. El díálogo no surge si uno no quiere, y el otro no puede, o no debe, obligar a que tenga lugar. Es la esencia de la libertad del ser humano.

 


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