La batalla de Shiloh (2)

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Algunas horas antes, en el Norte de Mississipi, frontera con Tennessee, a las 3:00 de la mañana del 6 de Abril de 1882.

 

En contadas ocasiones, un rasgo físico es una muestra inequívoca de la personalidad de un individuo. Es algo raro, pero que, sin embargo, ocurre de vez en cuando. Es en esas circunstancias, cuando el aspecto exterior da indicios de una personalidad interior y se convierte en algo que define a la persona. Esto era, sin duda, algo que le ocurría al General de la Confederación Albert Sidney Johnston.

Era un hombre de impresionante bigote, muy cuidado. De esos que sólo se atreven a llevar los hombres del Sur. Uno de esos que infiere a tu imagen porte, gallardía y que, además, indica que eres miembro de una buena familia, de aquellas que están acostumbradas a una vida llena de comodidades y lujos. De las que tienen tierras, y las explotan con sus esclavos.

Ese mostacho inhiesto a ambos lados de la cara, también delataba otro rasgo inherente a la personalidad de Johnston: era un hombre orgulloso, desafiante. Uno de aquellos que basan toda su existencia en defender el honor, el suyo, el de su familia y el de su tierra. El general era, al fin y al cabo, la viva imagen de aquellos que habían promovido la secesión del Sur y de los ideales que la habían impulsado. Era un rebelde convencido.

Sin embargo, últimamente Johnston se atusaba su enorme bigote con frecuencia. Lo que era un signo evidente de que estaba dolido, tan dolido como sólo un sureño puede estarlo cuando ha sido ha derrotado. Y era una sensación que no le gustaba en absoluto.

Él, como general del ejército confederado en el Oeste, era responsable de dirigir una enorme maquinaria compuesta por unos cuarenta mil soldados y cuyo deber era el de evitar, fuese como fuese, que los federales avanzaran hacía el Sur, dividiendo la Confederación en dos a través de los ríos Cumberland y Mississipi. Y, hasta el momento, había fracasado estrepitosamente.

Johnston había empezado a odiar intensamente a Grant. Aquel odioso general yankie, del que todos afirmaban que era un borracho empedernido, les había dejado en evidencia al haber conquistado los fuertes Henry y Donalson. Estas derrotas le habían avergonzado profundamente y habían supuesto un duro golpe para los confederados, ya que facilitaban la posibilidad de que los unionistas tomaran el importante centro de comunicaciones de la ciudad de Corinth, en el que confluían varias líneas de ferrocarril. Era un punto estratégico que había que defender a toda costa.

El general sureño se acarició pausadamente su alargado bigote, como había hecho durante todo el día anterior, cavilando, absorto en sus pensamientos. Había llegado a la conclusión de que era el momento de actuar, y así se lo había transmitido a sus subordinados.

-Es un ataque arriesgado, general.

P.G.T Beauregard era el segundo al mando de Johnston. Su naturaleza precavida le hacía mantener ciertas reticencias ante la decisión de su superior de iniciar aquel ataque.  Los informes de inteligencia les habían informado de que Grant gozaba de una sólida posición defensiva y que esperaba, de manera inminente, la llegada de refuerzos.

Jonhston se tomó algún tiempo antes de contestar.

-La guerra es una mujer exigente, Pierre. Y demanda de nuestra valentía, si es que queremos conquistarla.

Pierre Beauregard, comandante del ejército, movió imperceptiblemente la cabeza, intentando que su superior no advirtiera su escepticismo. Habitualmente, solía coincidir con los puntos de vista del general, pero en aquella ocasión no podía evitar estar dominado por los malos presagios. No se consideraba un cobarde y, si fuera necesario, batallaría hasta la misma muerte con tal de defender su tierra. Además, comprendía perfectamente la necesidad de parar o, al menos obstaculizar, lo antes posible, el avance de Grant. Pero Beauregard temía que, mientras no tuvieran información exacta acerca de dónde estaban los refuerzos que Grant esperaba y cuándo iban a llegar, el general de la Unión guardaba en su manga el as decisivo que podía inclinar la inminente batalla a su favor.

Su superior adivinó su pesadumbre y trató de insuflarle esperanza.

-Tranquilo, mi buen Pierre, les pillaremos desprevenidos y venceremos antes de que reciban ayuda. Ahora, por favor, mande avanzar. Quiero al comandante Polk a la izquierda, a Bragg en el centro, a Hardee guardando nuestro flanco derecho y Breckinridge en la reserva. Adelante, con decisión y coraje.

Beauregard le escrutó atentamente, pero apenas podía distinguir las facciones de su superior, en medio de esa oscuridad en aquella noche sin luna. Y sin embargo, la seguridad y tranquilidad con la que había pronunciado aquella frase, le inspiró confianza. Quizás el general sureño tuviera razón y fuera el momento propicio para asestar un duro golpe al ejército yankie. Quizás si eran capaces de sorprender a los federales, el caos se apoderaría de las filas enemigas y les derrotarían. Quizás.

Beauregard tomó aire y, en voz queda, se dirigió a los mensajeros:

-Transmitan las órdenes a todas las compañías: ¡Avanzamos! Sean lo más silenciosos posible. Esta es la clave para el éxito de la operación. ¡Adelante, muchachos¡ ¡Por la Confederación¡


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