Al otro lado del cristal

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Carlitos se levantó con miedo. Tiene esa edad en que se cree todo lo que se cuenta en el recreo. Y desde hacía unos días se decía que había un fantasma por el barrio. Un fantasma que se podía ver si te levantabas a media noche y mirabas a los cristales de la puerta de entrada. Si lo veías podías darte por muerto.

Uno de los niños, el que había dicho que se levantaría esa noche para verlo no había venido hoy a clase y la profesora había dicho que en los siguientes días no vendría, que estaba muy malito.

Eso era la chispa que prendió la mecha. Todos los demás niños sentía un escalofrío recorriéndoles la espalda. El miedo se apoderó de sus cabezas. En especial de la de Carlitos, que siempre había interiorizado esas cosas.

A la salida del colegio se habían reunido todos en un corrillo para echarse a suertes el que se levantaría aquella noche a ver al fantasma.

-No quiero ser yo, estas cosas me dan mucho miedo – dijo Carlos cuando los demás le presionaron para que fuese él. Estaba a punto de llorar.

-Vamos, no te riles ahora. Tienes que ser tú. La puerta de tu casa tiene los cristales más grandes, así le podrás ver mejor – el que hablaba era César, el mejor amigo de Carlitos, al menos hasta ahora.

-Bueno, pero si me pasa algo, no podréis volver a decir que soy un cagao.

 

Todo eso había pasado por la tarde, pero la tarde pasó, con Carlitos cada vez más nervioso. Imaginándose miles de fantasmas, a cada cual más aterrador, que podrían aparecérsele en el cristal.

Al llegar la noche el nerviosismo que sentía era más que palpable. Incluso sus padres se lo hicieron notar cuando marchó para la cama. Ni siquiera les dio un beso de buenas noches. Sus padres, extrañados, achacaron el problema a algo del colegio. No le dieron más importancia.

 

Pasaban las horas en la cama, mientras Carlos luchaba por quedarse dormido, pero el nerviosismo de lo que podría ver le impedía conciliar el sueño. Había pensado que si se quedaba dormido podría salvarse de asomarse al pasillo y así no quedar de cagao, solo de dormilón.

El esfuerzo fue infructuoso, no se quedó dormido, mientras veía como pasaban los minutos en el reloj que tenía en la mesita, que daba la hora en una luz constante de color rojo. Incluso a veces le pareció que los números parpadeaban, en aviso de lo que podría pasar después.

 

Llegó la hora de la verdad. La hora en la que se tenía que levantar, recorrer el pasillo que le separaba de las escaleras, bajar por estas y observar si aparecía ese dichoso fantasma.

Poco a poco, parpadeando lo menos posible asomó la cabeza desde la esquina que hacía la pared al acabar el pasillo de entrada. Dio un vistazo rápido y se volvió a esconder detrás. Eso le tranquilizó un poco, no había nadie. Al menos ahora ya podría asegurar a sus compañeros que no existía ese fantasma.

Fue a la cocina, bebió un vaso de agua, pues la experiencia le había dejado la boca seca, volvió a llenar el vaso y se dispuso a volver a la cama.

Queriendo hacerse el fuerte volvió a asomarse hacia la puerta, y fue cuando empezó a oir los ruidos. Como si alguien se apoyase en la puerta. Veía sombras por debajo de la hoja de la puerta. Eso le heló la sangre. Había un fantasma, al menos, alguien estaba moviendo la puerta. Quería salir corriendo, ir a la cama de sus padres y esconderse allí, pero ya era tarde. No podía moverse.

Y peor aún, desde la parte más baja del cristal de la puerta empezaba a asomar una forma opaca. Fueron solo unas décimas de segundo durante las cuales la figura se irguió, pero a Carlitos se le hicieron eternas. Al subir del todo la figura levantó los brazos y Carlos ya no pudo reprimir un grito de terror. Un grito que levantó a sus padres e hizo que el fantasma huyera despavorido.

Las lágrimas que salían de los ojos de Carlos solo podían compararse al charco que se había producido en el suelo al caer el vaso de agua. Sus padres, al oírle gritar bajaron las escaleras de dos en dos, de tres en tres, para encontrar a su pequeño niño llorando desconsolado apuntando a la puerta diciendo que lo había visto, que el fantasma era real.

 

Y tanto que era real. Carlos, un pobre hombre que había visto cómo su vida se iba desmoronando poco a poco años atrás había encontrado en el recibidor de la casa de Carlitos un buen sitio donde pasar la noche.

Había tenido que esperar a que se apagaran todas las luces de la casa espiando desde la esquina de al lado, pero por fin pudo echarse en el suelo. Las mantas apenas ofrecían protección contra la fría noche, pero era lo único que tenía, por eso quiso tener un tejadillo encima, para capear la helada.

Inconscientemente, al acabar de colocar los cartones y las mantas que portaba y que le protegían de las noches de invierno, se había levantado y se había estirado, esperando una noche de descanso ligero.

Pero ese grito, el grito de un niño que provenía del otro lado de la puerta le asustó tanto, que no queriendo que le encontrasen allí, por miedo a que llamasen a la Policía y le detuvieran le hizo correr y dejar atrás sus escasas pertenencias.


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