Hola, desconocida

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    Cada tarde soleada de primavera, de vuelta a casa de la universidad, me gustaba parar en un pequeño riachuelo que quedaba de camino­, algo apartado de la ciudad. Allí aprovechaba para desmenuzar mis innumerables lecturas y mis más privados pensamientos.

    El lugar era hermoso y reconfortante en esta estación del año; la hierba era frondosa, los árboles estaban llenos de vida y el río, con su tranquilizante susurro, hasta podría calmar el llanto  del bebé más inquieto. Había grupos de amigos y parejas en los distintos bancos que disponía la zona habilitada para picnics. La gente venía aquí a desconectar un poco del día a día de la abrumadora vida de la ciudad.

    A mí, por lo contrario, me gustaba ir hacia unas elevadas rocas de difícil acceso, alejado de la gente, cerca de una pequeña cascada. Ese era mi rincón favorito en el mundo, mi templo de paz; y es aquí, en este lugar tan especial para mí, donde comencé a verla… a Ella, la desconocida.

    Era la chica más hermosa y enigmática que había visto en mi vida. Era alta, algo delgada, de piel clara bañada por unas tímidas pecas y de largo y rojizo cabello; un cabello que, por momentos, parecía flamear con el viento un intenso rojo como las rosas que le gustaba ir a mirar cerca del río. Por el contrario, las rosas también poseen espinas y  ella, a pesar de su inocente aspecto, no parecía ser una excepción. De carácter decidido, la desconocida no dudaba en meterse cada tarde en las aguas revueltas de la cascada, sola, sin más compañía que un libro que la aguardaba en la ribera del río, en su toalla, esperando a que saliera.

   Absorto por su belleza y su halo de misterio pasaba las tardes observándola, imaginándome cómo podía ser, qué inquietudes tenía, cuál de todas sus posibles vidas estaría viviendo. Mi interés en ella crecía de manera inversa a la frecuencia de mis lecturas, cada vez más escasas. Mis pensamientos cada vez más centrados en su figura, empujándome a una irremediable e inexplicable obsesión.

   En la facultad contaba las horas, los minutos e incluso los segundos que quedaban para acudir a un nuevo encuentro con la desconocida; un encuentro donde yo no era más que un mero espectador y ella la función de un público invisible. Nada más existía para mí en esas tardes de primavera, como una fuerza atractiva que daba sentido a todo… y a nada.

    Al cabo de un mes, llegaron las primeras lluvias de la estación. Duraron una semana. Una semana sin ver a la desconocida,  – ¿qué estará haciendo? – me preguntaba cada día. Sin ella saberlo, ya era parte de mi vida.

    Con la vuelta del Sol, me dispuse a ir al río antes de lo habitual <>. Al llegar, mi sorpresa fue ver que la desconocida también había ido antes de lo que me tenía acostumbrado. ¿Sabrá de mi existencia?, ¿habrá acudido antes por mí? ­–me preguntaba exaltado. Su toalla estaba en su sitio habitual. Encima de ésta estaba su fiel compañero, el libro, el cual cambiaba cada semana.  A pesar de esto no había rastro de Ella.

    Intrigado, baje de las rocas, río abajo, donde rompe la cascada. Allí veía, más cerca que nunca, el escenario que tanta expectación me había prestado. Me acerqué a su toalla. Al fin pude distinguir el título de uno de sus libros, se trataba de la obra “Crítica de la razón pura” del filósofo Immanuel Kant.  Está hecha para mí –pensé.

    Ese día el río estaba más caudaloso de lo normal, causado por las fuertes lluvias de la semana. Era peligroso bañarse, se habían formado rápidos y corrías el riesgo de ser arrastrado. Preocupado, seguí bajando por el río para ver que tramaba la desconocida. No creo que se haya metido en el agua –deduje para mis adentros­. De todos modos no sacaba ojo al agua.

    Ya estaba lejos de la zona del picnic y de mi querido refugio, la corriente era ahí más intensa. Al rato, escuché unos gritos:

- ¡!AYUDAAAA!! ­– se escuchaba a lo lejos.

    ¿Sería la desconocida? – me pregunté preocupado.  Veloz me dirigí en la dirección del aclamo y, a unos cincuenta metros, podía verla. Estaba agarrada a una pequeña roca, atrapada en la corriente. Era Ella, era inconfundible.

- ¡Ayúdame por favor! – decía al darse cuenta de mi presencia.

    Sin vacilar empecé a buscar algo con lo que poder ayudarla. Encontré un palo cerca de la orilla del río lo suficientemente grande. Con cuidado me acerqué y me subí a una roca para poder acercarme más a su posición. Una vez ahí le extendí el palo para que pudiera agarrarlo. Finalmente conseguí traerla hasta la roca donde yo estaba. Estaba más pálida de lo normal, estaba completamente helada. Me saqué la chaqueta y le cubrí los hombros y fue ahí, en ese preciso instante, donde pronuncié las dos palabras que cambiaron mi vida; dos palabras que hicieron colapsar todas las realidades formadas en mi cabeza en una sola, en Ella:

- Hola, desconocida.

 


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