Me Subí a su Galaxy Verde

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Bernardo me recogió afuera del Nicky's de avenida Héroes. Se veía en sus primeros cincuenta, aunque muy mal llevados, con una calva ya muy visible. Todo su auto olía a fragancias de tiempos pasados, típicas de principios de los ochenta, que se mezclaban con olor de los asientos de piel verde, de un lanchón Ford de la misma época. "Vamos a ir a un lugar muy bueno que conozco", me dijo, y después de conducir menos de cinco minutos, entramos a un hotel sobre la misma avenida Héroes; un lugar que, por la fachada, anticuados materiales, estilo burocrático y anuncio de neón bicolor, de inmediato imaginé que era un lugar que conoció en su juventud, hace 25 años. Bernardo tenía pinta de contador, aunque yo, en realidad, cualquier hombre con calvita, camisa de manga corta y lentes gruesos, digo que es contador.

Entramos al garaje bajo la habitación. Noté que Bernardo, muy pudoroso, evitó ver mi cuerpo dentro del auto pero, al subir, dejo que me adelantara varios escalones para verme desde abajo; llevaba una falda ligeramente volada que apenas bajaba unos centímetros de la altura de mi pubis. Cuando noté que él finalmente subía los primeros escalones tras de mí, aminoré el paso y contoneé mis caderas para darle oportunidad que me viera el culo a gusto.

La habitación era como me la imaginé, mobiliario y decorado como el de la casa de mi abuela. Alfombra oscura y rugosa, muebles de madera pintados de café, papel tapiz floreado, pero que seguramente a Bernardo le parecía hogareño. Puntual tras cerrar la puerta, como si presentara su declaración de impuestos, sacó un sobre del bolsillo de su camisa, me dijo que era efectivo porque él nunca se acostumbró a usar tarjetas de crédito.

Podía asegurar que no era la primera vez que Bernardo estaba con alguien como yo, pero también se podía adivinar que hacía esto una vez cada diez años, no sólo por su nerviosismo, sino por su proceder, como sin saber qué hacer después. Lo tomé de la mano y lo conduje a sentarse al pie de la cama, mientras yo caminé hacia el tocador frente a él. Viéndolo en por reflejo del espejo, le dije que me esperara un minuto, el asintió emotivamente con una sonrisa emocionada, casi infantil.

Me incliné un poco sobre la mesa para retocar mi labial y, para dejar que Bernardo terminara de ver mi culo con detalle, levanté la cadera y abrí un poco las piernas. Bamboleándome lentamente, como si bailara una calmadita, me quité las sandalias altas tirando un patadita hacia adelante mientras me arreglaba el cabello. Viendo mi propio reflejo, me bajé la falda con tironcitos a izquierda y derecha, hasta que pasó el diámetro de mis caderas y dejé que se deslizara al suelo. Mi acto de disimulo, como si Bernardo no estuviera, tuvo resultados, en el espejo noté que su mirada estaba fija y penetrante en el diamante formado por mis nalgas y mis muslos. Al mismo ritmo me quité la blusa de tirantitos y acomodé mis tetas en el sostén. Empecé a contemplar mi propio cuerpo con ese conjunto de lencería gris y a ver mis perfiles, cuando note que Bernardo ya se acariciaba la punta del pene sobre sus pantalones. Busqué su mirada para sonreírle y recordarle que un segundo estaría con él, pero sus ojos estaban fijos en mis muslos, o quizás mis pantorrillas. Me empiné para bajar la tanga hasta que mis dedos tocaron el suelo, mientras sacaba mis pies de la prenda, di media vuelta y desabroché mi sostén para quedar completamente desnuda frente a un Bernardo que no parecía darse cuenta de que tenía la boca en forma de "u".

Caminé hacia él y me arrodillé. Desabotoné y bajé sus pantalones hasta sus tobillos. Su miembro estaba húmedo pero aún a medio parar. Lo tomé para dejar que se terminara de endurecer dentro de mi boca. Respondió bien a los lengüetazos, pues le oí algunos gemidos que trató de disimular cerrando la boca. Después de trabajarlo con la lengua un minuto, el pito se le puso duro, duro para un hombre de cincuenta y tantos, aunque no le creció suficiente para llenarme la boca.
Con dos dedos tomé la base del pene y moví mi cabeza para metérmelo. Empecé a chupetearle suavemente la punta del pito, haciendo algo de succión sobre el glande. Noté que su respiración se aceleraba entre resoplidos y su cuerpo se arqueaba involuntariamente cuando, con una mano temblorosa e insegura, me tocó el hombro y me dijo: "espera, espera, quiero metértela también". A veces olvido que los señores de cierta edad no tienen tanta resistencia sexual.
Nos movimos hacia la cabecera de la cama, donde él se acostó como si fuera a ver la televisión mientras yo lo monté y me metí su polla. Cuando sintió el calor y lo jugoso de mi concha, sin darse cuenta, volvió a hacer boca de "u", peló mucho los ojos y frunció su cuerpo como si lo hubieran golpeado en el estómago. Esto me dio ternura; me senté sobre su cadera haciendo lentos movimientos circulares para ayudarlo a que no se viniera tan rápido. Después de un par de minutos empezó a mover la cadera arriba y abajo, indicando que estaba listo para algo más. Subía y bajaba para dejar que su pito se deslizara adentro y afuera. Habíamos hecho unas cuantas repeticiones, cuando de repente Bernardo se petrificó en la misma posición por unos segundos, apretando los ojos con fuerza, para finalmente soltarse con un gruñido. Su pequeña erección de inmediato cedió y se salió de mí.
Me acosté a su lado sin esperar que solicitara una segunda vuelta; a los señores de su edad les cuesta trabajo, sobre todo cuando la primera vez no llegan ni a los diez minutos.

Cuando se relajó, me dijo, sin dejar de ver el techo, "¿Sabes?, este es el hotel al que venía con mi primera novia". Imaginé si, dentro de unos diez años, cuando Bernardo se diera otra escapadita, el Hotel Encanto, según decía en el cenicero sobre el buró, aún seguiría en pie.


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