DIARIO DE UN MIMO (2 de 8)

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II

 

Mi madre mintió en el juicio oral; declaró que fue ella quien mató a mi padrastro e incluso dijo que yo no estaba enterado de que llevaba su cuerpo en el baúl del auto. Le dieron una condena de treinta años y a mí me enviaron a un internado.

A los pocos meses de estar recluida, falleció en la cárcel; ahorcada, según me contaron.

La noche en que me enteré de su muerte quedé devastado. No tenía consuelo, había perdido a la única persona que me importaba en todo el mundo.

Estaba yo llorando frente al espejo del baño cuando dos muchachos ingresaron: dos gemelos idénticos. Al mirarme se rieron porque interpretaron mi llanto como una debilidad. Uno de ellos tomó entonces una tabla de madera cuyo propósito en el baño comprendí en ese preciso instante. Trabó la puerta con ella y se puso junto al otro, hombro con hombro, formando un grotesco gigante de dos cabezas. Unidos se acercaron a mí; me encantó que así fuera.

La mayoría de las personas pierden la calma en los momentos de tensión; en cambio yo, que siempre anduve con placidez entre el ruido y la prisa, respiré profundo dejándome llenar por el recuerdo del silencio.

Los dos hermanos me acorralaron contra la pared y comenzaron a bajar sus cremalleras, lo hicieron porque ellos no sabían que no es fácil doblegar a alguien como yo, a alguien a quien el dolor le aprieta la garganta permitiéndole tan solo brotar lágrimas de odio.

-Esperen, por favor -les dije- ¿No creen que deberíamos besarnos primero?

Los dos muchachos rieron como idiotas. Salté entonces sobre uno de ellos y lo besé en la boca. Fue un beso de dientes.

Al verme escupir un trozo de labio superior en el suelo, el otro degenerado intentó escapar. ¡Subnormal!, él mismo había trabado la puerta con una tabla de madera.

Los segundos que le tomó destrabar la salida fueron más que suficientes para que yo le empujara la cabeza hacia adelante con todas mis fuerzas, una fuerza más que suficiente para que su tabique nasal se le clavara en medio del cráneo.

Me acerqué entonces al otro gemelo, quien estaba arrodillado en el suelo sangrando y lamentando la mutilación de su labio.

-¿Cómo dices? -le pregunté.

Intentó modular, mas produjo un barboteo. Entonces lo miré con la misma sonrisa que él tenía cuando bajó su cremallera.

-Lo siento -le dije-, no te entiendo. Verás..., te falta el labio superior.

Hice un gesto de tristeza con la boca y luego, con la punta de mi dedo índice, tracé una línea vertical desde la base de mi ojo hacia abajo. Ese fue el anteúltimo de mis movimientos que aquel pervertido vio en su vida. Su cráneo cedió ante la cerámica del lavamanos y yo me fui del baño sin rasguños.

Debía escapar esa misma noche de aquel lugar. La primera ocasión en la que había matado a alguien, mi madre y yo fuimos descubiertos, y aquella vez en el internado había cometido un doble homicidio.

Trepé el muro de ladrillos en un descuido del guardia; fue fácil, nací dotado de una gran destreza física. En la cima me sujeté de los alambres de púas lastimando mis manos. La adrenalina me ayudó a soportar el dolor en ese momento. Luego de alejarme, me vendé las manos con trozos de mis prendas y busqué refugio en un callejón hasta la mañana siguiente.

Al despertar, lo primero que debía hacer era mudarme el sweater; estaba cubierto en sangre, no tanto mía como la de los gemelos.

Divisé una casa con ropa colgada en la soga y encontré dos playeras de mi talla. Una era colorida, no reflejaba el desconsuelo de mi alma; la otra era a rayas negras y blancas, esa fue la que llevé.

Con la vestimenta limpia, me dirigí a la casa de la hermana de mi madre.

Mi tía no se parecía en nada a mi progenitora, no tenía su belleza y carecía por completo de elegancia. Era una mujer descuidada y, si se la miraba a contraluz, podía observarse una barba incipiente.

Mi plan era vivir con ella y su familia, al menos hasta alcanzar la mayoría de edad, pero me echó de allí; al parecer no quería arriesgar su hogar perfecto con un muchacho prófugo.

Me dio una vieja maleta y me guió hasta un armario repleto de cosas de mi madre. Escogí aquellas prendas que pudieran quedarme, ella era una mujer alta así que pude encontrar varias cosas de mi talla. Asimismo encontré su pequeño bolso de cosméticos; también lo tomé, me traía muchos recuerdos de cuando la veía de reflejo, pintándose, antes de que los hombres que conoció le arruinasen la vida y el rostro.

Me retiré con una sonrisa, pues tenía planeado regresar esa misma noche y vengarme de esa mujer barbuda.

Después de una vida de sufrimiento, aquella señora no tuvo compasión por su sobrino ¿acaso no le importaba en absoluto? Se lo habría dicho, la habría insultado por su indiferencia; mas preferí que sean mis actos los que hablaran por mí.

Regresé al amanecer con una botella de gasolina. La lancé por la ventana y huí como una cebra mientras la casa ardía en llamas. Tiempo después me enteré de que mi tía y su familia se salvaron; el gato los despertó en medio de la humareda y lograron salir a tiempo. Debí ahorcarlos mientras dormían; al parecer, mi voluntad no se concreta cada vez que utilizo armas.

 

Continúa en ...

http://www.cortorelatos.com/relato/17629/diario-de-un-mimo-3-de-8/ 

 


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