DIARIO DE UN MIMO (7 de 8)

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VII

 

En el viaje a la comisaría, el conductor de la patrulla bromeó:

-Tiene derecho a permanecer en silencio.

Los dos oficiales rieron como idiotas.

Los mimos han soportado todo tipo de ofensas, aunque debo admitir que aquella me pareció original. De todos modos, me quedé en silencio; preferí ser el último en reír.

Al llegar me arrastraron a una celda donde me dejaron en solitario toda la noche. Allí tuve tiempo para pensar. Me di cuenta de que, por algún capricho del destino, siempre que empleo armas para matar a mis víctimas, la policía me atrapa. A partir de entonces mataría sin usar otra cosa que no fuesen mis manos.

Al día siguiente los oficiales habían descubierto todo sobre mi pasado. Me dirigieron a la sala de interrogatorios, donde se encontraba un inspector junto con un joven agente.

-¿Así que usted es el mimo asesino? -dijo el inspector.

No le contesté.

-Llevo veinte años ejerciendo en esta ciudad y esta es la primera vez que me encuentro con un caso como este.

El inspector no lo sabía entonces, pero yo ya me había zafado de mis esposas. Debí dislocarme el pulgar izquierdo para hacerlo. Pocos soportarían un dolor como aquel, pocos serían capaces de ocasionarse semejante daño a sí mismos, pero es porque no entienden de sacrificios.

-Tengo aquí su expediente. Dice que su padrastro le rompió la mandíbula y que a partir de entonces se muerde la lengua llenándola de llagas. Dígame una cosa..., ¿ese es el motivo por el que ahora se disfraza de mimo?

La pregunta no tenía sentido, lo que yo tenía puesto no era un disfraz de mimo, porque lo que yo tenía puesto no era un disfraz.

-El espectáculo terminó, señor mimo. Confiese de una vez. Fue usted quien mató a esos gemelos en el internado, ¿verdad?

Me mantuve imperturbable, aunque por dentro me reía. Mis manos estaban libres; ya casi podía romper sus frágiles huesos, ya casi podía oír ese sonido que da vida a mi mundo silencioso. En cuestión de segundos tendría su sangre salpicada sobre mí, dando color a mi mundo en blanco y negro.

-Fue usted quien incendió la casa de su tía, ¿verdad? -dijo el inspector- Abra su maldita boca, quiero escucharlo hablar, quiero ver ese problema que tiene en la mandíbula, ese que le provocó su padrastro cuando intuyó que usted terminaría convirtiéndose en un monstruo social.

No le contesté.

Si bien me había liberado de las esposas y ellos solo eran dos, estaban armados. Necesitaba una distracción que me diera al menos un segundo de ventaja antes de que pudieran reaccionar mientras yo saltaba por encima de la mesa.

-¿Por qué no le contesta al inspector, payaso? -preguntó el joven agente.

Craso error; yo no soy un payaso.

Fue ese el momento exacto para revelar mi secreto, mostrarles que el hecho de que mi padrastro me hubiese roto la mandíbula terminó siendo lo mejor que me pudo ocurrir para que encontrara el camino hacia mi verdadero yo. Entonces abrir la boca y sus rostros se pusieron aún más pálidos que mi maquillaje.

En medio de la conmoción salté de mi silla y le di un fuerte puñetazo al detective, luego di medio giro y pateé al joven en el pecho. Pude sentir como se quebraron sus costillas; segundos después el muchacho había muerto por asfixia.

El detective estaba tirado en el suelo, mareado por el golpe, y tenía el rostro cubierto de sangre; me encantó verlo así.

Me agaché junto a él y le hice el gesto universal del silencio, y en ese momento oí gritos provenientes de fuera de la habitación. Levanté al detective torciéndole el brazo y me puse detrás de él. Pude sentir su miedo recorriéndolo como un frío por su espalda. Dos oficiales abrieron la puerta y me lancé hacia ellos con mi escudo humano, quien recibió todos los disparos. Sujeté a uno de ellos de la muñeca para que apuntara y matara a su compañero, y entonces solo quedó un oficial vivo en la habitación. Le di un golpe en la rodilla y cayó al suelo. Me suplicó que lo dejara vivir, y le apoyé mi pie en el cuello para aplacar sus sollozos.

Oí que otros policías que se acercaban; eran los dos cretinos que se rieron de mí cuando me llevaron en la patrulla. Rodé en el suelo y me escondí en otra habitación. Ellos siguieron de largo para ir al lugar en donde yacían los restos de sus cuatro compañeros, entonces me acerqué en silencio y los golpeé a unísono al costado de sus cuellos. Pude oír como quebré las cervicales de uno, pero el otro seguía vivo. Era el último que quedaba en la pequeña comisaría de Cirque Valley, y quise disfrutar el momento.

Lo sujeté de la cabeza y, poco a poco, la giré unos grados por encima del límite permitido por la anatomía humana. Entonces sí fui el último en reír.

 

 

Continúa en la última parte...

http://www.cortorelatos.com/relato/17634/diario-de-un-mimo-8-de-8/

 


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