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Durante la última semana no había soplado la más mínima ráfaga de viento. Cada día Javier iba al bosque cercano, con la urna que contenía las cenizas de su padre y la intención de dejar que el viento las esparciera, pero de manera inaudita el viento se había negado a soplar cada uno de los siete.
No fue hasta que, meditabundo, reparó en el pequeño barco a escala que su padre había construido semanas antes de morir que decidió conducir 4 horas hasta la costa.
Era un precioso día de primavera, soleado aunque algo ventoso.
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