El peso de las heridas

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Tendida  sobre un montón de pétalos de rosas rojas, tú yacías, esperando ver de nuevo el  alba radiante que se levantaba victorioso contra todo pronóstico de entre las tinieblas, hasta llegar a lo más alto del cielo y de ahí, sentirse respetado por todos los mortales que alzaran la cabeza y se cegaran solo por ver su eterna hermosura. Céfiro soplaba un aire calmado y denso que podías sentir como abrazaba tu cuerpo, esos abrazos que nunca tuviste y en cambio solo recibiste hachazos fúnebres. Balanceaba tus cabellos queriéndote tranquilizar pero solo de ellos  desprendían  un aroma a martirio y resignación. Sentías como sus manos te mimaban el corazón y te llenaban de nuevo de esperanzas. Esta vez Céfiro soplaba tiempos mejores.

Te preguntabas como habías llegado hasta ese punto, por qué no tenías ninguna caricia que recordar, ningún soplo que despejase la eterna angustia que te rodeaba y te hacia sentir observada e intimidada como un león que acecha a su presa y se prepara para su truco final. Pedías explicaciones al cielo, por qué nadie te regaló un “te quiero” y sobre todo por qué nunca decidiste cambiar el rumbo de tu barco que se dirigía inevitablemente al naufragio. En cambio nadie te respondía, solo oías el eco de tu voz quebrada en un mundo desolado, sin sol y sin luna, donde solo te encontrabas tú que en pocos segundos te convertirías en un huracán de mariposas escarlatas dirigiéndose hacia las estrellas, inmóviles ante tus plegarias.

Piel purpura que en tu corta existencia maquillabas de paz mientras los demonios dormían en tu vientre y esperaban ver de nuevo el crepúsculo para salir por tu boca como si fuesen cuchillas que van cortándote por dentro, mas tú las curabas callada con alcohol creyendo así que esquivabas los dolores y mostrabas la calma a tus corderos mientras la sombra de los demonios vigilaba por detrás como una mano que va ahogando poco a poco a un cuerpo muerto desde hace tiempo ya.

Exánime te  levantabas  apoyada sobre tus dos piernas frágiles que se parecían más a dos raíces secas que se aferran a la piedra desnuda, prescindiendo tanto de ella que cuando esta se rompiese, caerían ladera abajo. Mirabas al juez que dictaba firmemente tu sentencia sádica e injusta, mientras el jurado charlaba con el verdugo riéndose de no sé quién, a lo mejor de ti. En ese momento tu cuerpo se fue haciendo más y más pequeño; tus piernas se estrecharon al igual que tus manos y estas se multiplicaron; tu piel se fue haciendo más dura, brillante y del color de las avellanas; de tu torso salían dos alas pero que era imposible volar con ellas y salir de ese infierno. Las miradas feroces se dirigían  a tu metamorfosis esperando el ineludible crujir de tu cuerpo a manos del verdugo.

Ahora, presa de la vorágine del destino, sigues a la muerte que va mostrándote el camino, despejando la niebla mientras tus lagrimas van cayendo y dejando un rastro que se irá perdiendo con el tiempo, un tiempo que recuerdas vagamente entre sollozos y espinas clavadas a tu cuerpo.

La voz cálida de la muerte te hace confiar en ella. Ella te promete dulzura y amor que durante toda tu vida nunca tuviste. Pero, no quieres caer en el mismo hoyo que te enterraron.

Déjate llevar y no sufras más, duérmete todo terminó, sueña de nuevo, vuela por encima de las nubes y llega más alto que las estrellas, ve con Helios pues Él te protegerá.  Tranquila. Respira y duerme, todas tus heridas cicatrizaran por la mañana.


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