Una avería en mal momento

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El reloj marca la hora de salida del trabajo y ni me molesto en despedirme o recoger mis herramientas, directamente cojo el libro que estoy leyendo en los descansos y me marcho. Ni siquiera me he parado para echar una última miradita a la encargada de recursos humanos, que últimamente viene con unas blusitas transparentes sobrecogedoras para los especímenes masculinos de la empresa.

Al no disponer de vehículo propio me toca andar 20 minutos bajo el cariño de un sol que cada día que pasa me odia más. Miro el móvil y compruebo los mensajes de texto, todos los que tengo son de gente del trabajo para que haga esto o haga lo otro. No puedo más, llamo a mi mujer y le digo que mi madre está enferma, que tengo que ir a visitarla, y cojo el siguiente autobús; unos días de playa y tranquilidad siempre son bienvenidos.
 
Dos días, sólo dos días con el cariño de mi madre y una jornada estresante de 8 horas de playa y terraza han servido para recomponer mi energía y volver a despertar al hombre que llevo dentro. Por fin he logrado deshacerme de toda la mierda que mi jefe me vuelca sobre la cabeza a diario para poder ser yo mismo y disfrutar de mi vida. La única pega es que me queda un viaje de hora y media en un autobús que se dirige por caminos intransitables hasta la ciudad.
 
Pago el billete  y busco un asiento bien situado para que el sol no me dé en la cara, ya sólo queda ponerme los cascos y disfrutar del paisaje. Pongo en el asiento de al lado el libro que estoy leyendo y no puedo obviar la cara de Juan Jacobo que parece que me invita a continuar con su obra, sin embargo me llama la atención un pequeño saliente naranja que tiene el libro, lo abro y puedo comprobar que mi madre me ha rellenado  el formulario para obtener la tarjeta de fidelización de  un supermercado; mi madre y su obsesión por las ofertas.
 
Mi abstracción llega a tales niveles que no soy consciente de que en el asiento contiguo al mío se ha situado una señorita rolliza. Una mujer con todas las letras, con un pecho prominente envuelto en una camiseta escuálida que deja a la vista su espectacular canalillo, unas piernas de las que me gustan, de esas que puedes coger con las dos manos y hacerlas vibrar hasta que te hagan sentir nauseas.
 
Una señorita escondida tras unas gafas de sol y un recogido alto que se interesaba por el libro que tenía en mi asiento. Gracias a la cobertura que me ofrecían mis gafas, podía comprobar cómo lanzaba miradas fugaces para intentar leer el título de la obra. No se había percatado de que la había pillado infraganti en una de sus intentonas. Cojo el libro y se lo ofrezco:
 
—    Tome. Le digo con educación.

—    No es nada, me picaba la curiosidad. Me comenta mientras se sonroja

—    ¿Te gusta la obra de Jean-Jacques?

—    La estudié en su día. Hace unos años terminé de licenciarme en Filosofía.

—    ¿Qué carrera más bonita? Le comenté mientras me quitaba las gafas para enseñarle mis ojos.

—    Tan bonita como inútil. Me dijo mientras imitaba mi gesto.

—    Siempre hay algo que aprender.

—    Pero primero hay que tener un plato de comida en la mesa. Me dice mientras señala el libro.
 
Cojo el libro y se lo facilito estirando mi brazo, este pequeño gesto consigue que alcance a tocar su piel y noto como el rubor sube por todo su cuerpo hasta situarse en sus mejillas.
 
—    Gracias. Me comenta sonrojada.

—    No hay de qué. Ahora si no le importa voy a seguir escuchando música que me suelo marear bastante en estos mamotretos.

—    Sin problema, yo voy a echar una ojeada para entretenerme, que todavía nos queda un ratito de viaje.
 
Una hora y media en la que los dos estuvimos jugando con las miradas, una vez era yo el que inclinaba la cabeza para poder contemplar su escote, otra vez era ella la que me lanzaba una mirada penetrante en busca de mí. Un juego al que hacía tiempo que no jugaba y que me permitió volver a descubrir la esencia de la vida, me encanta sentirme parte de este juego de seducción.
 
El autobús llegó a su destino y la mujer me devolvió el libro con toda amabilidad, me dio las gracias por ser tan simpático y se fue meneando su trasero.Lejos de la realidad, me dirigí a casa para ver a mi mujer después de dos días desaparecidos.
 
Nada más llegar a casa mi mujer me recibe con un abrazo y me suelta una bofetada tremenda:
 
—    Hueles a mujer. ¿Con quién has estado?

—    Cariño, no empecemos.

—    Eres un cerdo, huelo la infidelidad a leguas y esa puta te ha dejado cubierto de su olor.
 
Consigo esquivar la siguiente bofetada por muy poco. Mi mujer sale lanzada hacia la habitación y se encierra dentro mientras grita:
 
—    ¡Eres un puto cerdo, lárgate de aquí y no vuelvas más!

—    Cariño, sabes que nunca te haría eso.

—    ¡Vete de aquí y olvídate de mí para siempre!

Sólo queda esperar a que se le pase el enfado, es una mujer temperamental y tiene un pronto que puede con cualquiera. Nada mejor que acostarme en el sofá y ver los correos en el móvil para que las aguas vuelvan a su cauce. En cuanto conecto el móvil a la red WiFi de casa me llega un mensaje:
 
—    Soy la chica del autobús

—    ¿Cómo tienes mi número? Le escribo

—    Estaba en el formulario de la tarjeta del supermercado que llevaba el libro dentro.

—    Mi madre está obsesionada con las ofertas.

—    La mía también. Me escribe.

—    ¿Qué quieres? Le pregunto.

—    Quiero quedar contigo y hacerte la mejor mamada que te hayan hecho en tu vida.

—    ¿Cómo? Le digo

—    Lo que has leído.
 
Me manda un mensaje de texto para darme la dirección de una pensión y me dice que me estará esperando en dos horas. Escucho el pestillo de la habitación de matrimonio y a  mi mujer salir con lágrimas en los ojos pidiéndome perdón:
 
—    Lo siento cariño, sé que nunca me pondrías los cuernos. Soy una tonta insegura que siempre te acusa de todo. Me dice mientras me abraza entre llantos.

—    Cariño, no te preocupes. Sabes que eres la única mujer de mi vida y nunca te engañaría con nadie.

—    Lo sé mi amor, lo sé. Mi mujer me abraza con fuerza y llora desconsolada.

Abrazo a mi mujer con fuerza, me separo de ella y le seco las lágrimas de los ojos con ternura:
 
—    Relájate nena. Mira tengo que irme un rato a arreglar una avería.

—    Pero si es domingo, ¿también hoy tienes que trabajar?

—    Es uno de los mejores clientes, no puede quedarse sin luz todo el domingo.

—    Está bien, pero no tardes mucho. Me dice mientras se arregla el vestido y coge un pañuelo para secarse las lágrimas.

El instinto femenino no suele fallar y, una vez más, mi mujer tenía toda la razón del mundo. Voy a darme prisa que el cliente espera con ansiedad que llegue para arreglarle la avería.


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