El jardín de las estrellas (recordando Silencio, de Edgar Allan Poe)

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Acabamos de aterrizar sobre el lecho poco profundo de un mar antiguo, una anónima ciénaga de oscura tonalidad que cobija nuestros más queridos sueños y nuestros más arraigados temores. Apagamos el motor hiperatómico del cohete y, cuando la densa bruma de humo se disipa lo suficiente alrededor de nuestro visor, contemplamos una legión de extrañas plantas que se extienden a lo largo de la extensa costa del mar marciano.

Pedro, uno de los navegantes, se ajusta las gafas con el dedo índice de la mano derecha y de sus labios brotan en un susurro estas palabras:

"Por muchas millas a ambos lados del lecho lamoso del río
hay un pálido desierto de nenúfares gigantes.
Suspiran unos sobre otros en aquella soledad,
y estiran hacia el cielo sus largos y lívidos cuellos,
y mueven a un lado y al otro sus cabezas eternas."

Creíamos que en el planeta rojo no había vida, pero el descubrimiento que habíamos hecho nos obligaba a olvidar de momento el motivo de nuestra misión y afanarnos al estudio de aquellas formas de vida alienígenas. Así pues, nuestros científicos, convertidos en improvisados exobiólogos, intentaron averiguar la función de unos pequeños orificios que las plantas tenían diseminados a lo largo de sus blancas y bellas flores.

- Todo parece indicar que los orificios son diminutas bocas con las que esas singulares plantas capturan los microorganismos que flotan en la tenue atmósfera marciana -concluyó el oficial científico.

A pesar de lo plausible de esta conclusión, los rítmicos movimientos oscilatorios con los que nos obsequiaban aquellas enigmáticas criaturas se asemejaban a una danza cuya naturaleza escapaba por completo a nuestra comprensión. En aquel lugar no soplaba nada de viento, ni la más liviana de las brisas. En fin, que nos resultó imposible dar con el origen de tal fenómeno.

Sin poder impedírselo, uno tras otro, mis seis compañeros abandonan la nave para contemplar de cerca esa infinita fila de plantas que se extiende hasta el rojo horizonte, bañadas por la fría luz de las estrellas. A medida que alcanzan su posición, uno tras otro, mis compañeros se detienen en seco, permaneciendo con los brazos rígidos y extendidos hacia el negro firmamento, sus cabezas inclinadas hacia la insondable bóveda celeste. Parecen implorar algo a los inmóviles astros. No les puedo oír.

A duras penas consigo mantenerme a flote en este mar de confusión y horror que inunda mi mente. Pero la curiosidad es más poderosa que el miedo. Incremento al máximo la resolución del visor y clavo la diana en los lindos ojos negros de María Flor. Compruebo fascinado que sus pupilas se dilatan y contraen rítmicamente con auténtico frenesí, como si intentasen captar con avidez la remota luz procedente de las estrellas. Y ese extraño movimiento de vaivén con el que se desplazan sus cuerpos sobre el lecho del mar marciano...


De pronto, observo cómo sendas lágrimas brotan de los ojos de María Flor, asimiladas a dos gotas de rocío gemelas que humedecen sus estáticos pies, a la par que un profundo y prolongado suspiro se escapa de todas las gargantas. Y entonces taladran mi cerebro estas palabras largo tiempo olvidadas, pero que ahora recobran un significado especial.
 
"Pero no hay un viento en todo el cielo.
Y los elevados árboles primaverales eternamente se mecen de aquí para allá
con un estridente y poderoso ruido.
Y de sus altas cimas, uno por uno,
gotea un eterno rocío."

Sí, ahora sé que los altos árboles primaverales son mis seis compañeros, quienes mecen sus cuerpos al compás de las eternas estrellas, al compás de esa celestial melodía que sólo pueden escuchar y sentir los elegidos, quienes podrán gozar por siempre en el ignoto jardín de las estrellas. Y yo también anhelo estar allí...


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