Una piscina y ninguna palabra

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Faltaba una semana para volver a la ciudad. La universidad, el tráfico, las prisas... No tenía ganas de reincorporarme a mi vida rutinaria. Siempre me consideré una chica de pueblo por eso cuando el verano terminaba y tenía que volver a la ciudad entristecía.

 Aquel día mi padre invitó a unos amigos a comer a nuestro chalet. Otra de esas estúpidas comidas de pareja en las que yo sobraba. Pero en esta ocasión no se trataba de un matrimonio, sino de un padre y un hijo. ¡Y qué hijo!

 Desprendía una magia especial. Aunque en un principio me dije: Carol, para el carro que te estrellas. No cruzamos palabra alguna durante la comida. Tan solo miradas furtivas. Deduje que le había gustado, pero no quise ilusionarme.

Tras la comida nos metimos en la piscina y llevamos a cabo uno de los infantiles juegos de balón que se inventaba mi padre. Un juego en el que llegamos a rozarnos, y en esos roces parecieron saltar chispas.

Hacía meses de mi último encuentro sexual con Alfonso, un compañero de clase. Quizás por eso no tardé en ponerme cachonda. Tras un rato jugando mi padre y su amigo salieron de la piscina y entraron en el chalet a cerrar un negocio. Yo me fui hacia el borde de la piscina y apoyé mis brazos cerrando los ojos y disfrutando del sol.

De repente lo sentí tras de mí. Sentí su aliento en mi cuello. Sus manos en mis hombros y su boca en mi piel. Abrí los ojos para comprobar que no había nadie mirándonos. Mi padre y el suyo estaban dentro muy atareados. Los podía ver a través de una ventana. Así pues, empecé a calentarle rozando mi culo sobre su miembro. No había medido hasta donde podía llegar aquello, pero él adivinó mis deseos. Sacó su pene del bañador y hábilmente apartó mi braga para metérmelo de una estocada. Quise gritar de placer pero no podía. No debía. Mi padre podía enterarse y entonces se liaría gorda. Él y su amigo parecían divertirse, aunque no más que su hijo y yo. Me la metía una y otra vez sin decir palabra. Ni siquiera un gemido. Era un polvo tan impersonal que me estaba encantado.

Llegado el momento desee gritarle que no dejara de follarme, que se corriera dentro y que me llenara hasta el fondo. Pero no podía. No debía. Afortunadamente no nos hacía falta hablar. Él supo perfectamente cuando yo me iba a ir y yo adivine cuando se fue él.

Salió del agua y me dejó bien corrida, sin aliento y con las piernas temblando. Eso sí, no me dijo nada. Poco después se fueron nuestros visitantes. Ambos con una sonrisa en la cara. Yo, por mi parte, volví poco después a la ciudad aunque, este año, menos triste.


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