El mimo (2-3)

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Al final no fue tan difícil escaparse de la Cueva. Tuvo que esperar dos años, sí, pero una vez había logrado estudiar a conciencia todo el edificio y había planeado su huída, fue pan comido. Eso sí, no se fue sin antes dejar un regalito a Silvio, concretamente en sus zapatillas, esas que se calzaba nada más bajar los pies de la cama. Le habría gustado ver cómo las chicnchetas se hundían en sus talones. Pero tenía que marcharse esa noche de celebración de fin de año.

Ni siquiera echó un último vistazo a la enorme puerta forjada con dos ces enormes cuando echó a andar libre por la carretera.

En su mente solo había una esperanzadora imagen. La de la boca silenciosa de aquel mimo que vio cuando tenía ocho años.

Tenía que encontrarle.

 

Más suerte no pudo tener. Resultó que el circo aterrizó en aquel pueblo para quedarse. Eso le hizo preguntarse a Oliver el por qué no les habían vuelto a llevar de excursión allí, sin obtener respuesta.

Por la noche era totalmente diferente que por el día. Los vívidos colores parecían muertos, los sonidos de los animales provocaban escalofríos, y desde una destartalada caravana, emergían unos grititos femeninos. Por un instante deseó dar media vuelta e introducirse de nuevo en el silencio de las calles, pero la imagen del mimo insistía en que continuara su avance.

El suelo estaba embarrado por las lluvias de los días anteriores; pronto sus zapatos desaparecieron.

Vislumbró una luz en una carpa más pequeña a la del espectáculo, pero más grande que las otras dos que había a su alrededor.

Entró en ella.

Allí encontró al hombre que había sostenido el micrófono y hecho las presentaciones el día de su visita. Un hombre gordo y de fino bigote al que sorprendió en pleno proceso de algo.

Los dos se quedaron inmóviles. Finalmente, el hombre terminó de enrollar un papel largo y blanco sobre lo que parecía hierba picada, y le habló.

—¿En qué puedo ayudarte, muchacho? ¿Has perdido a tus padres?

No podía estar más en lo cierto.

Oliver sacó una libreta de su bandolera, y escribió con esfuerzo:

«¿Dónde está el mimo?»

Su letra dejaba mucho que desear, pero el hombre le entendió.

—Oh, con que eres mudo, ¿eh? —dejó el cilindro sobre una mesita redonda y se acercó a Oliver—. No necesitas al mimo para trabajar aquí. Soy yo quién tiene que decidirlo.

«¿A sí?», escribió con una sonrisa.

El hombre gordo rió y le revolvió el cabello. Oliver se retiró de inmediato muy serio. Cómo odiaba que le tocaran.

—Vaya… Además de mudo, arisco —comentó—. Bueno, como no puedo imaginar un mimo mejor que un mudo, te daré una oportunidad. Pero será mañana por la mañana. —Y volvió a su asiento y a coger el cilindro.

Oliver estaba muy contento: ¡trabajaría de mimo! Pero antes quería verle de cerca. Ver a ese que había estado durante dos años en su cabeza. A ese que le había dado fuerzas, esperanza e ilusión.

Volvió a enseñarle la hoja en la que preguntaba por él.

—Ah, sí. Se me olvidaba. Imagino que necesitarás a alguien que te enseñe un poco. No sé si Rober tendrá muchas ganas ahora, pero no pierdes nada preguntándoselo. Vive ahí.

Desde las cortinas de la carpa, le señaló una de las caravanas. La destartalada de la cual salían esos gritos de mujer.

Oliver guardó la libreta, y se dirigió hacia allí.


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