La chica de la mesa de al lado.

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La luz del medio día clara y nítida, como es habitual en la isla, iluminaba todos los rincones del pequeño restaurante de la costa,  el color azul  de los manteles era más intenso a esa hora. La luz blanca resaltaba los cuadros colgados en las paredes, con pinturas de pescadores azorados en la labor de recoger las redes en la orilla de una playa, que eran tan parecidas a las que veía a través de los cristales del restaurante, que podrían haber servido como modelo al pintor.

En este armónico marco transcurría el medio día del domingo, cuando reparé en mi amigo que sentado frente a mí, insistía en encontrar una información en el móvil como si fuera la última y la más importante de su vida. No hay nada como las nuevas tecnologías para mezclar el ocio con el trabajo. Hasta que de pronto volvió a percatarse de mi presencia, tras disculpas y explicaciones, nos dispusimos hacer el pedido de la comida, por supuesto, siempre enlazada con un vino de la tierra que el camarero acomodó en la cubitera con agua y hielo, como si fuera parte de un delicado ritual.

Era uno estos restaurante que cobran el cubierto, la vista del paisaje, y posiblemente los buenos días, y que justifican la considerable cuenta con juegos geométricos al colocar la comida en el plato. Siempre me pasa, no puedo evitar imaginar al cocinero manipulando la zanahoria, procurando colocarla de forma creativa y graciosa junto con la lechuga y el tomate, no sé porque me ocurren estos pensamientos.

En fin, la protagonista de esta historia no es la ensalada que comimos esa tarde, si no una muchacha que nos llamó la atención por lo peculiar de su presencia. Reparamos en ella al encontrarla sentada en el centro de la sala, apoyaba la silla en el arco que delimitaba las dos zonas del restaurante, aparentaba no importarle lo que pensara la gente que empezábamos a mirarla con cierta curiosidad, mientras tanto ella esperaba a que se desocupara la próxima mesa.

Su aspecto era esbelto y frágil, cabello de color castaño claro con bucles que se descolgaban mas abajo de los hombros, formando bonitas ondas elásticas, de rostro alargado, labios finos y ligeramente perfilados, pómulos marcados por la delgadez que a la vez resaltaban los ojos grandes y azules, éstos tristes y cansados, enmarcaban su bello rostro.

Consiguió mesa al lado nuestro, con la suficiente distancia para poder observarla sin ser descubiertos.Y entonces comenzó el juego de opiniones, sobre el misterio de nuestra vecina de mesa. La imaginación comenzó a fluir entre mi amigo y yo...

—Sin duda se siente una mujer desdichada —le comenté a mi amigo dándole rastre a mi fantasía—, sus ilusiones se han venido abajo, sin saber que había hecho mal. Cuando se levantó esta mañana, él no estaba, encontró un pos-it en la puerta de la nevera que decía: "lo siento, no puedo seguir". ¿Es suficiente explicación para una mujer?, no, por supuesto que no, la cobardía debería estar penada en el amor, como mínimo con un año de desamor. Por que si es difícil superar el enamoramiento, es mucho más complicado, si no entiendes de quien a sido la culpa de tu dolor.  

—No —contestó mi amigo después de lanzar una rápida mirada a la chica—, ha sido ella quien lo ha abandonado. Desde que conoció al otro chico que se cruzaba con ella todos los días en el ascensor. Un día él le preguntó cuanto tiempo llevaba viviendo en el edificio. Acabaron tomando un café en el bar de la esquina de casa, desde ese día ella no es la misma. Lo busca con la mirada en todas partes, piensa en él antes de irse a dormir por las noches, y lo peor, cuando estaba con su novio ya no podía pensar si no en el otro. Definitivamente se había enamorado, pero este otro, está casado y además tiene hijos. Un hombre que se va con la vecina a tomar café y la enamora, pero es demasiado tradicional para acabar su matrimonio, no es trigo limpio.

Cualquier historia de estas, puede llevarte a una situación como la de la misteriosa chica de la mesa de al lado y sin duda a quienes lean este relato, se les ocurrirán miles de historias de amor y desamor, como las que surgieron en la conversación entre mi amigo y yo esa tarde de domingo en el restaurante de la costa.

Desde la ventana, el mar parecía que quisiera refrescar las piedras que ardían por el sol al golpearlas con fuerza, proyectaba un sonido invariable e insistente, que a la vez combinaba con el tintineo de los cubiertos en el interior del restaurante, inmejorable música para el medio día de cualquier domingo en la mejor compañía.


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