La fisonomía del criminal

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El libro “L´uomo delinquente”, que valió la reputación al destacado criminólogo Cesare Lombroso, fue publicado inicialmente en 1876. En él, este criminólogo afirmaba que se podía identificar a los criminales por ciertas deformidades físicas: orejas con forma de asa de jarra, frente baja, brazos largos, etc. Denominaba a tales signos físicos “estigmas criminales”. Lo que éstos demostraban según Lombroso, era que los malhechores constituían en realidad anacronismos biológicos, retrocesos accidentales a un estado anterior de la evolución humana. De ahí que se parecieran a los “primitivos” pueblos no europeos, e incluso a los animales. Lombroso suponía confiadamente que los no europeos se situaban en un peldaño inferior de la escala del desarrollo racial y, en consecuencia, eran intrínsecamente criminales. Llevando al límite su propia lógica, Lombroso creía también que todos los animales eran criminales.

 

La humanidad se diferencia de las otras especies animales, no tanto por lo que es, como por lo que hace. El hombre de las cavernas está de moda, pues ciertos aspectos primitivos y salvaje de su naturaleza se manifiestan todavía entre nosotros. Es como si la humanidad se redujera a su animalidad. Los genes del hombre de las cavernas aportan una explicación demasiado fácil para nuestra tendencia a matar tanto a nuestros semejantes como a los animales, para la vulgaridad de nuestras relaciones sociales y de nuestros contactos con los otros seres vivientes, así como para la pasión enfermiza que nos lleva a dominar la naturaleza y a violarla por el desencadenamiento de nuestras fuerzas. La humanidad era viciosa desde sus orígenes y la civilización no ha hecho más que poner más en evidencia su bestialidad fundamental. A decir verdad, sería injusto con respecto a los animales utilizar la palabra bestialidad para describir ciertos aspectos del comportamiento humano. Las bestias no se entregan jamás a actos tan crueles y despreciables como los que algunos humanos gustan de emplear para manifestar su poder. Así, pues, paradójicamente, las manifestaciones más bestiales de la vida no son hechas por las bestias, sino que constituyen, más bien, el triste patrimonio de la humanidad. La especie humana difiere de todas las demás especies predadoras por la forma con que emplea la violencia. En condiciones normales, los animales superiores matan principalmente para alimentarse y raras veces a animales de su propia especie. Por el contrario, algunos hombres matan por el simple placer de matar, incluso a sus semejantes. La expresión “el hombre es un lobo para el hombre” ha sido cierta desde la prehistoria hasta nuestros tiempos, aunque injusta con respecto a los lobos, que no se matan entre ellos. La tendencia a matar del hombre parece estar inscrita en el código genético de la especie humana.


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