De amor y muerte

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Bajó las escaleras del portal tranquilo, como si nada acabara de pasar, incluso saludando a algún que otro vecino que se cruzaba por el camino. No quería levantar sospechas. Ya en la calle, giró hacia la derecha para pasar por esa cafetería que tanto le gustaba a por un capuchino doble. Esos días se merecía algo más que un simple café.
Mientras disfrutaba de su recompensa, escuchó, casi sin querer, la conversación telefónica del hombre que estaba a su lado: "Sí, sí, la subida del IVA en portada. Trata de hacerte con una buena foto de esos chupasangres riéndose de nosotros una vez más". Sonrió. Él sabía perfectamente que la portada del periódico del día siguiente no iba a ser esa. Más bien el titular iba a ser algo así como "Encontrado el cadáver del empresario Simon McCharthy en su piso de Nueva York con signos de violencia". Lo sabía a ciencia cierta, él lo había matado.
Abandonó el local y se dirigió a su pequeña buhardilla donde vivía solo, entre montañas de libros y vinilos, que, si tarde o temprano no organizaba, se le acabarían comiendo.


Se prometió a sí mismo abandonar el trabajo de asesino a sueldo lo antes posible, pero la presión que ejercían las deudas y los cada vez más frecuentes avisos de desahucio hacían de su habilidad con las armas y su estricta discreción una buena salida a su inminente ruina.

Seguía unas reglas de oro que jamás debía incumplir, algo así como el código deontológico del asesino; entre las que se encontraban no hacer más preguntas de las necesarias al cliente, cobrar por adelantado y jamás tocar a un niño.

Se sentó en su pequeño sofá y cogió un libro al azar que comenzó a leer por el capítulo 4: "Aceptar que ya no está". Genial. Había dado con uno de esos estúpidos libros de autoayuda que tanto odiaba.
No es que él los comprara, la mayoría de esos libros eran pequeños regalos que se permitía coger de casa de sus, como él solía llamarles, "encargos". Siempre había rondado por su cabeza el dilema moral de si era o no correcto llevarse un libro que no era suyo de casa de alguien a quien acababa de asesinar; pero nunca creyó que nadie fuese a echar demasiado en falta esos libros, al fin y al cabo, sus dueños estaban muertos.
Se encendió un cigarrillo y se dejó embriagar por el humo y el sonido de las risas de los niños que provenían de la calle. Entre calada y calada, el sueño se adueñó de él.

El odioso sonido del móvil hizo que se despertara de un brinco. Mientras se recuperaba del susto, y sus ojos se acostumbraban a la luz que entraba por la ventana sin persianas, respondió a la llamada: un encargo.

- Esa zorra no volverá a hacerle nada parecido a nadie. Se va a enterar de cómo se las gasta Will Standford. ¿A ti te parece normal que me engañe con mi mejor amigo? ¡Mi mejor amigo! ¿Te puedo tutear, verdad? Pues imagínate la cara de imbécil que se me quedó cuando al entrar en casa me encuentro a los dos fumando y riendo en el balcón. ¡A mis espaldas! Y luego los dos cabrones intentan convencerme de que no era lo que pensaba, que tan solo se habían encontrado por la calle y le había invitado a tomar algo...¡se creen que soy tonto!

- Necesitaré una foto suya y su dirección. También su horario de trabajo y a qué hora vuelve a casa. Serán 4.500. - Contestó. No quería saber demasiado de la razón por la que quería que acabara con ella. No le interesaba. Siempre pensó que si tenía demasiada información en muchas ocasiones se negaría a cumplir con su trabajo por no estar de acuerdo con las razones que le daba su cliente. Ya empezaba a pensar que le había tocado un asqueroso paranoico con tanto dinero como odio en su interior. Y eso no le gustaba. Consiguió autoconvencerse de que debía hacerlo cuando recordó que solo le quedaban unos 2.000 dólares para saldar la que creía su impagable deuda con el banco. Está bien. Lo haría. Y sería la última vez.

El hombre le pasó un sobre por debajo de la mesa con todo lo necesario. Estaría hecho para mañana.

Ya en su casa, comenzó a planificar lo que sería su último trabajo. Siempre dejaba para el final la foto, no sabía bien porque, pero se había convertido en un ritual que no le gustaba incumplir. Cuando por fin sacó la fotografía del sobre, pudo observar la imagen de unos preciosos ojos verdes acompañados de una enorme y expresiva sonrisa, que mantenía su armonía con una larga melena rubia que hondeaba al viento. Era una mujer preciosa.
Una enorme sensación de culpabilidad se adueñó de él. Era algo que le pasaba varias veces a la semana, pero que conseguía relajar con uno o dos vasos de whisky. Esta vez tuvieron que ser tres.

A la mañana siguiente, el sonido del despertador acompañado por un profundo dolor de cabeza le dieron los buenos días.
Procuró no pensar demasiado. Cogió su chaqueta y su arma y salió de casa.

Era increíble lo fácil que era entrar en un piso de Nueva York gracias a las famosas escaleras para incendios que se veían en todas las películas y que tan modernas y neoyorquinas quedaban en los retratos de la ciudad.
Todavía quedaba una hora para que llegara a casa, según la información que le había facilitado su cliente, así que optó por estudiar el hogar de aquella chica: estanterías y más estanterías repletas de libros, dos torres que llegaban hasta el techo con CD's, todos ellos originales, junto a un enorme equipo de sonido, incontables marcos con mil y un recuerdos en cada esquina de la estancia...¿Puede uno enamorarse de una persona tan solo con conocer su salón?
Mientras buscaba una respuesta razonable, el sonido de la puerta hizo que se estremeciera: llegaba antes de tiempo, y no había tenido tiempo para pensar un plan. Actuó sin pensar. En cuanto cerró la puerta con ella dentro, apareció como una exhalación de la habitación contigua y disparó.
El sonido del silenciador hizo que tan solo se oyera el ruido de su cuerpo chocando contra el suelo, fulminada.
Se acercó a ella. Era incluso más guapa que en las fotos. En ese momento encontró la respuesta a la pregunta que se había formulado hacía apenas un minuto, pero que pareció una eternidad: Sí, era posible. Y la había matado.


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