Conspiración en silencio (4 de 7)

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Durante ese boca a boca Juan utilizaba una de sus manos para levantar mi cabeza mientras usaba la otra para bajarse los calzones con cierta prisa y poca destreza, así que se incorporó de nuevo frente a mis pies, con los slips por las rodillas y un pedazo de tranca morada y sudorosa moviéndose libremente antes de invitarme a agarrarla. "Ufff Juan, fóllame ya", se me escapó en un tono demasiado alto. "Shhh..." respondió de nuevo mientras disfrutaba de las vistas que mi paja le ofrecían. Tuve que incorporarme un poco para poder abarcarle con la mano como se merecía, pero no me dio tiempo a metérmela en la boca porque, tan pronto como hice finta, me levantó ambas piernas y me dispuso físicamente para el acto del amor. Recuerdo haber pensado que pocas veces había sentido en mis manos un falo de carne tan duro y consistente como el que ahora ofrecía Juan. Suelen mostrar esa firmeza justo antes de eyacular, y deduje que si no se iba a correr ya, le quedaría muy poco para hacerlo. Me pidió que aguantara las piernas en alto mientras presentaba el glande a la raja anfitriona y, cuando llegó a rozar la entrada de mi cueva comencé a temblar por un deseo que hice latente con otro gemido agudo, lo cual propició que Juan mantuviera esta vez el dedo fijo en su boca conminándome a un silencio absoluto mientras comenzaba a perforarme muy lentamente, para lo cual solo se me ocurrió volver a taparme la boca con una mano permitiendo que el único ruido que se apreciara en la habitación  fuera el chasquido sorprendente que la introducción cadenciosa emitía. Se antojaba insoportable no poder expresar con mis propios ruidos el frenesí que estaba experimentando ahora. El bate de Juan no dejaba de entrar centímetro a centímetro hasta hacer tope en mi matriz, y al sacarlo para empezar de nuevo, mis líquidos expresaban el estado de delirio en el que me hallaba. A cada bombeo notaba ese cilindro más caliente y pétreo, y al levantar la cabeza para otear entre mis piernas todo aquello, se me nublaba la vista y entraba en un estado de ansiedad sexual poco habitual. Aunque los vaivenes dentro de mi vagina eran pausados, ésta parecía tener consciencia propia de mi estado mental y no paraba de segregar fluidos que iban alojándose alrededor de todo mi sexo, embadurnando los labios externos y el ano, generando un delicado manto blanco que mi montador disipaba con sus dedos para untarlo en mi zona genital y en su propio taladro. Juan no dejaba de suspirar en cada incursión exhalando gruñidos tan graves que apenas trascendían en el silencio sepulcral de la estancia.

 

Mi mano encubría con bastante solvencia mis gimoteos de placer, algo que tranquilizaba a mi compañero y le permitía concentrarse en ofrecerme regocijo antes que en asegurarse la máxima discreción. Pero el pobre llevaba ya mucho tiempo a tope de sus posibilidades, y su descarga iba a ser inevitable a muy corto plazo. Cuando sentí el miembro hincharse en mi interior más y más, segundo a segundo, tuve que usar también la otra mano en mi boca para evitar un grito de exaltación máxima que sería fatal para las pretensiones de mi amante. Juan arrojó un gruñido definitivo que precedió a su salida de mi interior y la descarga de todo su semen sobre mi concha expuesta. Mientras con una mano mantenía una de mis piernas bien doblada hacia arriba, con la otra masturbaba su miembro apuntando siempre al mismo lugar, formando por lo tanto, una espesa manta de leche caliente justo sobre la entrada que antes asediaba. Era imposible determinar ahora la fisionomía de mi chocho manchado por completo, pero Juan conocía muy bien el camino y, sin aviso previo, apuntó de nuevo hacia mi interior con la intención de atravesar esa barrera condensada y penetrarme con su misil, que ahora arrastraba parte de su simiente hacia mis adentros. Esa última incursión, aunque me pilló desprevenida, hizo mella en mis zonas sensibles y me arrancó un pequeño sollozo que podría confundirse perfectamente con el sonido de alguna pesadilla en pleno sueño, procedente de una cachonda hedionda y maloliente como yo. Así se lo transmití a Juan para excusarme, mientras su robusto estoque se reblandecía en mi interior antes de volver a su habitación.

 

Era muy temprano por la mañana cuando me despertó el bullicio de los habitantes en el piso inferior de la casa. Parece ser que solían desayunar por turnos en la cocina, y mi habitación se ubicaba justo encima. Pegué un salto, abrí las ventanas y propicié la aireación de las sábanas que, lógicamente, no apestaban tanto como yo, pero necesitaban del aire fresco de la campiña. Abrí la puerta, asomé la cabeza y me aseguré de que nadie se iba a interponer en mi ruta hacia el lavabo. Me atavié con mis enseres higiénicos y realicé una carrera en bragas hacia la privacidad del cuarto de baño donde, probablemente, debí acabar contaminando el alcantarillado público con la cantidad de restos orgánicos que la ducha desprendía de todo mi cuerpo. Unté de crema hidratante todo mi límpido cuerpo y me vestí con ropa interior nueva que había traído conmigo desde la habitación. No supuse que fuera necesario tapar con una toalla las vergüenzas derivadas de mi breve vestimenta, al fin y al cabo tampoco iba en pelotas. Y de vuelta a mi estancia se me cruzó Ana, la amiga de Juan con la que compartía no solo amistad y aposento, sino morbo y sexualidad. Intercambiamos miradas de complicidad, un "buenos días" y una sonrisa. Pero ella quería más, porque me siguió hasta mi alojamiento cerrando la puerta tras de sí.


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