Esclavos de los gigantes

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Hace mucho tiempo, antes de que Lissa naciera, los dioses caminaban sobre la tierra junto a los humanos. Ellos, gigantescos y hermosos, surgidos de las entrañas del mundo les enseñaron a someter el fuego, a construir ciudades e incluso a manipular las cadenas que llevaban bajo la piel, permitiéndoles evitar que ciertas enfermedades dañasen a sus futuros hijos.

                Sin embargo, algunos hombres no respondieron con gratitud ante estas enseñanzas y tras cientos de años de conspiraciones y ataques velados contra aquellos gentiles titanes,  finalmente terminaron matando al último de ellos. No obstante, el poder que ansiaban tras devorar la carne de sus dioses caídos, nunca les dio la libertad prometida. Al morir sus antiguos señores, otros surgieron en su lugar. Pero esta vez, los habitantes de lo profundo no fueron criaturas amables ni hermosas. Retorcidos, en cuerpo y alma, de menor tamaño que los antiguos gigantes, esclavizaron a la raza humana bajo la violencia de sus pasiones. Utilizando el conocimiento de los viejos dioses, los nuevos utilizaron la tecnología a su alcance para modificar a la raza humana según sus preferencias y fetiches. Así, cada uno de estas divinidades vivía rodeada de un harén de hombres y mujeres diseñados exclusivamente bajo su capricho.

                Pero a pesar de llevar milenios sometidos a sus señores los humanos seguían siendo lo que eran y de vez en cuando, su naturaleza emotiva se manifestaba en forma de amor hacia aquellos otros seres semejantes a ellos, como el caso de la sirvienta Lissa, de veinte años de edad, quien había creído enamorarse numerosas veces. Muchas noches, aprovechando que los dioses dormían profundamente tras una de sus múltiples orgías, la joven de cabello inusualmente rojo, se citaba en su habitación con alguno de los esclavos varones de la diosa vecina.

                Hasta que lo vio a él, preparando de mala gana el baño para su señora. Musculoso y moreno de ojos oscuros, el joven también pareció percatarse de la presencia de ella. Tras aquel incidente, las noches de Lissa se llenaron de imágenes, de recuerdos de un hombre al que sólo había visto una vez. Recuerdos a los que su mente acudía constantemente, reviviendo y cambiando la escena. Las primeras noches, sólo la evocación de su figura era suficiente para excitar su deseo, sin embargo, cuando su imaginación comenzó a desatarse y su pasión aumentó, Lissa se descubrió teniendo cada vez fantasías más fogosas con aquel desconocido. Cuando acariciaba su propio cuerpo, imaginando que eran las manos de él las que se introducían en su ropa interior, todo su ser se retorcía de placer, un placer que no había sentido antes. Quería tenerlo encima de ella, dominándola, apretándola contra la cama, introduciéndose dentro de su vientre, llevándola hasta la locura. Quería que la destruyera, que se destruyeran juntos, hasta consumirse en un espasmo delicioso y definitivo.

La oportunidad de cumplir sus deseos no se hizo esperar, pues a los pocos meses del encuentro con el desconocido, sus amos organizaron una fiesta conjunta. Una orgía en la que estaba todo permitido, excepto acostarse con los dioses si estos no lo consentían expresamente, ya que era esta una norma inmutable.

La noche de la celebración, los ojos de Lissa no dejaron de buscarlo en cada rostro, tras cada voz, abiertos de par en par durante toda la velada. Finalmente, lo vio, sentado junto a su señora, con el torso al aire y una sonrisa. Sus miradas se cruzaron durante un instante antes de que la diosa que ella creía lo poseía le acariciara el cabello, para llamar su atención. La distancia entre ellos era cada vez más corta y el cuerpo de la joven esclava había comenzado a temblar de anticipación.

Una vez que el vino había recorrido los labios de todos los presentes y yacía derramado sobre el mármol blanco, tanto Lissa como su amante aprovecharon la selva de cuerpos sudorosos para acercarse el uno al otro. Tras ellos, los dioses, borrachos de sus propias pasiones copulaban entre ellos, mientras los esclavos se arremolinaban a sus pies, recorriéndose los unos a los otros. A sólo unos pasos de él, la joven esclava, aún cubierta por su vestido de lino, se recostó sobre el frío suelo y bajó la vista, esperando a que su amado de acercara a ella. Pero él no lo hizo. Se quedó allí de pie, estoico, mirándola con una sonrisa.

Lo estaba haciendo a propósito.

Dos mujeres se arrodillaron al lado de Lissa y comenzaron a mimar su cuello, con pequeños besos. Cuando una de ellas bajo un asa de su vestido para descubrir sus pechos, la esclava dejó escapar un suspiro de placer, sabiéndose contemplada por su amante desconocido. Así, mientras él contemplaba, otras manos comenzaron a jugar con su cuerpo desnudo, retorciendo con suavidad sus pezones, coqueteando sobre la superficie de su vientre.

Mientras, ella lo miraba a él, ruborizada, devorada por un calor cada vez más intenso que la amenazaba con tornarse locura.

Cuando su enamorado, finalmente se acercó, todo su cuerpo se erizó en respuesta.

El joven moreno la miró a los ojos un momento, antes de darle un débil beso en los labios. Ella intentó atrapar su boca en un acto reflejo, sin éxito. Él, que se había recostado en el suelo a su lado, la miró con su eterna sonrisa, disfrutando de cada momento de deseo robado.

Otro hombre se acercó a Lissa y comenzó a tocar sus pechos con ímpetu, sin mediar palabra o caricia alguna. Ella se estremeció ante aquel contacto y arqueó su espalda  hacia atrás, dejándose llevar por el placer. Alrededor de ellos, decenas de cuerpos chocaban unos contra otros, disfrutando de la orgía, recreándose en todo tipo de relaciones sexuales bajo el consentimiento de sus dioses.

Sin embargo, para ella sólo existía su amante.

El desconocido que masajeaba sus pechos la empujó suavemente hacia abajo, haciendo que Lissa quedase tendida sobre su vientre, en el suelo. Mientras su enamorado miraba, el otro hombre acarició sus nalgas, abriéndolas para dejar al descubierto su ano. Lissa sintió un pene grande y duro rozando su piel, abriéndose paso entre su cordura, mientras ella se deleitaba en la agonía de no poder tocar a su enamorado. Que él viera lo que le estaban haciendo la volvía loca de excitación. Allí tumbada, desnuda a la vista de todos, la joven se entregó completamente al placer de ser mirada, de recrearse con las sensaciones que hacían temblar su cuerpo. En aquel momento, estaba tan encendida y sentía tanto placer que quería gritar, deseaba pedir que todos la tocaran, que todos usaran su cuerpo mientras él no dejaba de observarla, quería verlo a él desnudo desde el suelo, verlo excitado.

Pero, cuando terminaron de penetrarla, una de las diosas de menor tamaño, de cabello negro y uñas rojas como la sangre se acercó a su enamorado y comenzó a besarlo en los labios.

Entonces ella recordó la ley. No podían tocar a los dioses sin su consentimiento. Los esclavos no podían tocar a los dioses sin su consentimiento.

Su enamorado siguió mirándola con una sonrisa.


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