El Otro indigno (parte I)

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EL OTRO INDIGNO

 

Cuando salgo de mi trabajo, doblo hacia la derecha en Álvarez Jonte, hago una cuadra por Argerich para luego atravesar la avenida Nazca. Doblo nuevamente en Terrada y a mitad de cuadra estaciono del lado izquierdo. Justo cuando bajo del automóvil y mientras estoy agarrando la campera y el estéreo, me sale al encuentro un hombre de aproximadamente 50 años, de regular estatura y barba entrecana. Sin más preámbulos comienza a hablarme como si me conociera de toda la vida.

- vea Don Costas. Hace rato que lo sigo pero no lo puedo encontrar y cuando lo encuentro está tan apurado que no me da tiempo a decirle nada. Pero ayer me dije: es a la vuelta cuando tengo que salirle al cruce.

La historia, que a su vez me la han contado, sucede en una ciudad como esta. Yo se la cuento porque se que le gusta andar escribiendo cuentos y que posiblemente la sepa contar de mejor forma que yo y en sus manos seguro que el relato no será de cuchilleros sino de gente que mata de manera más sutil. Como le venía contando, la historia sucedió no hace mucho… allá por el año 2001. Siempre esa fecha fue usada en la literatura como la del fin del mundo, pero no creí que la realidad sería tan diferente. La historia transcurre entre la calle Terrada y la avenida Nazca y entre José Ingenieros y Lascano y más al norte en Vicente López en la calle Irigoyen al 1800.

La historia en sí, involucra a varias personas, entre ellas un médico, un paciente y un familiar. Todo comienza cuando a una persona que concurría a cierto hospital le diagnostican una enfermedad maligna pero que por suerte había sido detectada a tiempo y, con un tratamiento riguroso, había muchas posibilidades de curarse. Pero ese tratamiento no se hacía en este hospital sino que en forma privada y era necesario el uso de un elemento pequeño y simple pero muy costoso. Por lo menos costoso para lo que era el común denominador de aquella época. Todo transcurría con buena suerte dentro de la mala suerte que podía suponer una enfermedad de este tipo. Los turnos habían sido rápidos, los estudios solicitados los apropiados y el diagnostico había sido certero. Por otro lado el instituto privado donde fue derivado hizo un importante descuento de los gastos de quirófanos tratándose de un arancel hospitalario. Solo faltaba un detalle: el instrumento que se iba a emplear en la cirugía. No era gran cosa pero tenía dos detalles, uno era el hecho de ser imprescindible para la cirugía y por lo tanto para la curación del mal que como ya dijimos había sido detectado a tiempo y si no se operaba a corto plazo, era mortal. Dos, era caro pero ese no era el principal problema, sino el conseguirlo, comprarlo, trasladarlo y entregarlo al servicio de esterilización del citado centro asistencial. Conseguir la plata fue difícil pero no imposible. Colectas, rifas y donaciones hicieron que en pocos días se consiguiera la cifra indicada que luego fue cambiada por los dólares necesarios para la compra. Todo iba, como comúnmente se dice, viento en popa. El pequeño gran detalle era conseguir y comprar el instrumento. Difícil fue la tarea de convencer a este profesional de la medicina que aceptara el dinero con el que iba a comprarlo. Me temo, decía, que no puedo aceptar semejante responsabilidad. Por el contrario, le respondieron, el dinero jamás va a estar en mejores manos.

En base a su experiencia fue fácil encontrar la casa donde comercializaban este tipo de material y también fue fácil contactarse con esta casa que concertó una cita para mostrarle, compararle y facturarle dicho instrumento. Todo seguía con buen desarrollo y cada paso que le comunicaban al paciente, pensaba que la mala suerte de un diagnóstico malo era contrabalanceada por la buena suerte de haber encontrado a buena gente en su camino.


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