EFÍMERA. ( Capítulo 5/5). Final.

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Un parpadeo en la Eternidad.

Sintiéndome un moderno Atlas, agotado me recosté y dormí.
Un extraño sonido me despertó, si es que se puede llamar así a un desplazamiento de aire. Abrí los ojos y ya no veía el sol, pensé que había llegado la penumbra del anochecer. Con asombro comprobé que en lontananza las montañas estaban iluminadas por el astro; alcé mis ojos y vi un objeto gigantesco, tan grande como una ciudad que flotaba a unos veinte metros del suelo. Una luz cegadora hirió mis ojos, pero quien la haya encendido comprendió que este hombre desvestido sufría, pues bajó de intensidad hasta que pude ver como por un tubo de luz, aparentemente un ascensor, bajaban desde la maravillosa nave hombres y mujeres de todas las edades, desde niños hasta ancianos, todos absolutamente desnudos.
Hicieron un gran círculo alrededor de Eva que, erguida en su magnífica belleza, de frente a los ancianos, con su rostro inclinado en señal de respeto.
No sentí vergüenza de estar sólo en cueros entre estos extraños, que abrieron el círculo quedando yo frente a los ancianos y a Eva. Ella se ubicó al lado de un viejo de pelo largo y barbita, todo albo de canas, quien me miró e hizo señas que me aproximara; cuando estuve cerca vi la bondad del hombre, no sé si era su mirada o una leve sonrisa. Curiosamente “escuché” en mi cerebro palabras que al principio no comprendí, pero poco a poco se hicieron entendibles.
–Hombre del planeta conocido como Tierra, la Civilización te conoce ahora como uno de nosotros. Serás nuestro embajador con respecto a nuestros conocimientos; siempre estaremos contigo a través del espacio con nuestra mente. Desde hoy serás el guía o consejero de los diferentes gobiernos y zanjarás cada diferencia entre ellos. Pero debes guardar el secreto de nuestra amistad.
Tuve la sensación de ser ungido; los extraños hicieron una larga fila y pasaban a mi lado, me daban una mirada con una sonrisa a modo de saludo y se iban al ascensor o tubo. Los últimos fueron los ancianos y finalmente quedó Eva y el Jefe de los viejos.
Ella hizo una inclinación a su jefe y me abrazó largamente, su beso de despedida nunca lo olvidaré; caminó hasta el consabido ascensor de la nave y esperó allí. El anciano me tomó de los hombros y me rozó con su rostro mis mejillas a la usanza francesa y se alejó a grandes zancadas; ambos me miraron, levantaron sus manos en una despedida universal y se metieron en el tubo que desapareció.
La gran nave se elevó suavemente, como flotando y de pronto se fue como un sueño hasta desaparecer en el cielo.
Caí al suelo, como desmayado, quizás como lo hizo Juan el Teólogo; no sé cuánto tiempo permanecí así. Desperté en el mañana rodeado de los guías, uno de los cuales tenía una manta con la que me cubrió.
Me preguntaron qué me había pasado, si había visto un enorme bólido; estaba tan aturdido que a todo decía “No sé”. Me llevaron a un arroyo cercano, me obligaron a bañarme completamente por varios minutos; también comí a la fuerza los víveres.
Cuando noté que todos me miraban como asombrados, pregunté qué diablos pasaba. Uno me trajo un espejo y con asombro vi que mi pelo estaba blanco como la nieve. Recién me di cuenta que no había soñado, que Eva era real; guardé silencio y de regreso al mundo “civilizado”, dije haber perdido la memoria.
Aún no entiendo, aunque sí lo sospecho, por qué me llamaron a la ONU. Comenzó a cumplirse la profecía de Eva, todo se inició suavemente, una comisión especial quería saber si había visto al ovni gigantesco; me refugié en la mentira de la amnesia. Nunca supe de dónde saqué conocimientos de geopolítica de cada país, de la cual quedé conversando con un pequeño grupo de representantes de diferentes estados.
Mis dos hijos, me di cuenta que también había sido influenciado por los Civilizados, pues eran diferentes, brillantes. Al poco tiempo de volver de aquel lugar, supe que podíamos comunicarnos telepáticamente y que éramos capaces de influir en el pensamiento de los hombres comunes.
Un día que estaba en una playa solitaria, mirando la puesta de sol, recién había cumplido los 45 años, con mi cabellera blanca parecía un anciano. Medité lo que Eva me había enseñado en esas bellas horas que pasamos juntos; recordé la brevedad de la vida y que debía dedicarme por completo a mi nuevo empleo de consultor en las Naciones Unidas.


Una ola trajo casi hasta mis pies el cadáver de una ave marina, inerme flotaba como diciéndome “Así moriremos todos”; miré en el cielo el revolotear y chillar de las gaviotas, alegres, vitales.

No sólo somos un punto invisible en el espacio sideral, somos menos que el tamo, minúsculos; moví la cabeza, sonreí por nuestro estúpido orgullo.
En medio de las llamaradas del cielo rojo, en ese idílico paisaje de mar color fuego de suave oleaje, recordé a Eva, bella y casi inmortal; que yo apenas viviría un solo día de su vida y que, en la vastedad del espacio y el tiempo del universo infinito, nuestra existencia es semejante a la vida del pequeño insecto llamado EFÍMERA. Somos un parpadeo en la eternidad.

Fin


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